Tribuna

Fernando Castillo

Escritor

De hundimientos y desesperados

En Kabul ha existido un acuerdo entre quienes llegaban y quienes querían escapar que ha desdramatizado un poco la siempre tremenda huida del hundimiento

De hundimientos y desesperados De hundimientos y desesperados

De hundimientos y desesperados / rosell

Se diría que la esperanza de los bizantinos en la fortaleza de las murallas de Constantinopla y en la cadena desplegada en el Cuerno de Oro ante los turcos, fue tan ciega como la de los habitantes de Kabul en la capacidad del ejército afgano para resistir a las milicias talibán. Una confianza que no es otra cosa que el fruto de la ceguera, pues ambos, cada uno en su modestia, eran ya mundos en trance de desaparecer. Ante el Berlín hitleriano de 1945 -culminación de lo sucedido poco antes en las entonces llamadas Königsberg, Posen o Breslau-, ante el Saigón o Phnom Penh de aquel abril 1975, o frente a alguna de las efímeras capitales de los ejércitos blancos como Omsk, Odessa o Novorosíisk, aparecía el futuro o, si se prefiere, el anunció del fin del mundo que existía hasta entonces. Una situación intensa que sí en unos, los conquistadores, desata el entusiasmo de la victoria, en otros desencadena el terror ante un futuro más temido cuanto se sabe es más diferente y el enemigo más radical en sus objetivos. Unos sentimientos y unas certezas que impulsan a la huida, pero no a una marcha ordenada, a una retirada más o menso prevista y planeada, sino a un fuga desesperada, dramática. En esos momentos únicos de tensión concentrada se produce en esas ciudades una situación única: la que separa un mundo que desaparece de otro que está a punto de llegar.

Sabemos por testimonios e imágenes de la tensión vivida en Berlín cuando el ejército soviético se acercaban a las colinas de Seelow y la población, algunos huyendo desde hacía meses, intentaba salir de una ciudad que creían tan segura y eterna como el Reich de los mil años. Unas escenas de heterogéneas columnas de civiles y militares vistas mil veces que llenaban las carreteras en dirección al Oeste y que cambiaron la Mitteleuropa. También hemos visto el miedo en los rostros de los vietnamitas y camboyanos que se agolpaban en las rejas de la embajada americana en Saigón y Phnom Penh, con la esperanza de alcanzar un helicóptero salvador ante la llegada de los ancestrales enemigos. En los testimonios e imágenes de estos lugares siempre se repiten los mismos rostros, las mismas personas y los mismos anhelos. Huir, pronto y con lo poco que se había conseguido salvar, de quienes llegan para cambiar todo y traen deseos de venganza. A todos les acompañaba la sorpresa del derrumbamiento, la deliberada voluntad de no querer ver que el ejército afgano, brazo armado de una cleptocracia, era igual de corrupto e ineficaz que el camboyano de Lon Nol o el sudvietnamita de Van Thieu y, que al igual que los mercenarios del emperador Constantino IX que defendían una despoblada Constantinopla del asedio otomano, compartían idéntico desanimo, lo que permitía adivinar cuál sería el resultado. Ahora, las imágenes de la huida de Kabul recuperan el horror de las caídas de los dioses, de esas secuencias espectaculares que muestran como nunca el hundimiento de un régimen y la aparición de otro por medio de la guerra. Sin embargo, en ellas se aprecia algo de espectáculo, de representación, como si supieran unos y otros, sobre todo las milicias talibán, que lo que sucedía se estaba trasmitiendo en directo a todo el mundo. Una circunstancia que ha impulsado a los rigoristas musulmanes a representar un papel que quizás en otras circunstancias hubiera sido otro. ¿De saber que estaban siendo grabados, el ejército soviético hubiera llevado a cabo las atrocidades en Berlín o los viets, se hubieran comportado en Saigón de idéntica forma? Sea como fuera, en Kabul el drama estaba presente; basta con recordar las terribles escenas del avión con afganos subidos a los trenes de aterrizaje o agolpándose en la entrada del aeropuerto. Unas imágenes que resumían la desesperación de los que temían al nuevo régimen talibán que acababa de tomar la capital. Sin embargo, al contrario que en otras ocasiones, en Kabul ha existido un acuerdo entre quienes llegaban y quienes querían escapar que ha desdramatizado un poco la siempre tremenda huida del hundimiento, aunque no haya impedido que hubiese víctimas y horror. Nada de esto, desafortunadamente, hubo en Berlín, ni en el Madrid del final de la Guerra Civil a pesar del intento del coronel Casado, ni tampoco en Saigón y Phnom Penh, donde no se concebía la existencia de ningún acuerdo entre vencedores y vencidos que permitiese dejar el país a quienes lo deseaban, y aun menos si tenían responsabilidades. Algo que no impidió que los Lon Nol y Van Thieu huyeran con las maletas rebosando de dólares, al igual que ahora Ashraf Ghani, y no es una metáfora. Visto lo sucedido, afortunadamente, Kabul de momento no parece que haya sido Saigón y menos aun Phnom Penh, aunque desdichadamente no sé si hay mucha diferencia entre el régimen de los jemeres rojos y el fundamentalismo talibán. Al fin ambos son iluminados y totalitarios, y eso es mucha coincidencia.

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