Tribuna

César Romero

Escritor

Un mago algo acartonado

Un mago algo acartonado Un mago algo acartonado

Un mago algo acartonado / rosell

Los escritores envejecen mejor en otros idiomas. Calderón de la Barca es leído en Alemania cuando aquí casi ni los dramaturgos lo hacen ya. Cada época traduce las viejas obras extranjeras mientras que las de autores propios ven añadida la pátina del tiempo a la lengua en que fueron escritas. Pero los hay que aun traducidos se acartonan pronto. De los muchos libros de Goethe, hoy apenas se leen sin plomo en los párpados sus memorias, los de viaje y algún poema suelto. Bastante poco: su obra completa ocupa centenar y medio de volúmenes. Algo parecido empieza a pasar con el escritor alemán más cercano a Goethe, clásico en vida: Thomas Mann.

Entre las novelas mayores de Mann, una vez muerto Benet, según Javier Marías el único español que leyó entera José y sus hermanos, ésta no hay quien la acabe. Su celebrada Doctor Faustus se cae de las manos, pese a la meritoria labor del traductor Eugenio Xammar (periodista cuyas crónicas desde Alemania, escritas hace casi un siglo y recopiladas por Acantilado, son tan vivaces que parecen de esta mañana). Las disquisiciones de Naphta y Settembrini en La montaña mágica acaban cansando al lector medio, que quizá haga un esfuerzo añadido por tratarse de un clásico, pues si en vez de Thomas Mann lo firmara Marta Robles botaba el libro bien lejos, sin cuidado por descalabrar con su lomo a un transeúnte. Curiosamente su primer gran éxito, Los Buddenbrook, ha envejecido mejor y si aún hoy se deja leer es por esa capacidad de la literatura decimonónica, de Austen en adelante, de hacernos imaginar cómo era la vida en su siglo (somos incapaces de imaginar cómo se vivía cuando Recesvinto o Lotario, pero la época victoriana o la del zarismo ruso, por ejemplo, las imaginamos al dedillo, merced a los novelones que las recrean). Entre sus obras de supuesto menor calado, algunas han aguantado bien el transcurso del tiempo. Mario y el mago, El elegido y algunos relatos se leen sin pereza. Hasta La muerte en Venecia, que encierra las virtudes y los defectos de su genio, pervive, quizá respaldada por un grosor que no por magro convierte en afluente el río tan habitualmente caudaloso de la prosa de este Nobel.

A diferencia de otros clásicos de su generación, como Baroja, Pirandello, Schwob o Stephen Crane, que se siguen leyendo más allá de su carácter canónico, Thomas Mann parece haberse convertido en ese autor que se da por descontado en cualquier canon, pero muy pocos leen. Pertenece al reducido club de literatos que simbolizan a un país, o un idioma, cuya obra va quedando a la sombra de la dimensión pública e histórica de su figura. Y en su caso, a la sombra de lo que una extensa bibliografía denomina "los Mann". A estas alturas es el sol, oscuro y frío, en torno al cual gravitan una serie de planetas, los Mann que conforman una pléyade de escritores (su hermano Heinrich, sus hijos Klaus, Erika, Monika y Golo) y los que no escribieron, pero tuvieron vidas también azacaneadas, destinados a llenar multitud de páginas. Quizá interesen ahora mucho más las intrincadas relaciones entre el genio y su amplia familia, que en la intimidad lo llamaba "el mago", que los libros que publicó.

Por esto no deja de crecer el bosque literario en torno a su persona, en el cual descuella la reciente novela El mago, de Colm Tóibín. Tóibín no ha escrito una biografía ni un ensayo trufado de anécdotas, sino que ha sabido contarnos un Thomas Mann desde dentro, darle vida en una novela extraordinaria. Conforme uno avanza en su lectura, infiere que, en efecto, así debió de ser el tipo. Alguien con una vocación granítica, a prueba de desgracias, que todos los días cumplía a rajatabla su horario de creación, convencido, desde los veintipocos años, de su clasicismo. Alguien extremadamente cauto y con una frialdad pasmosa, que, como tantos otros literatos, convertía en ficción aun las vivencias íntimas de quienes lo rodeaban. Un hombre preocupado de que sus diarios no cayeran en manos nazis, no fueran a airear su ocultada homosexualidad, que, como todo en él, fue menos una serie de experiencias carnales verdaderas que materia de literatura. Un señor que resistió los suicidios de dos hermanas y un hijo, y las embestidas de los paisanos que primero lo vieron como un burgués altivo y luego como un tibio que tardó en denunciar el nazismo, y los sinsabores de toda vida larga, refugiado siempre en el gabinete donde fue redactando una obra que, quién lo diría, hoy enmohece frente a esa otra obra que fue su vida, que Tóibín tan bien apresa, hasta pergeñar un perfil que se eleva sobre sus quehaceres y sus días y su parentela, sobre sus novelas cada hora más encaminadas hacia el impenitente olvido.

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