La tribuna
José María Martínez de Haro
Ciudadanos o siervos
La tribuna
El miedo, el temor, es y siempre ha sido, a poco que se recorra la Historia, un motor poderoso en la acción o inacción del hombre. Sin tenerlo en cuenta, no entenderíamos las cosas que suceden a nuestro alrededor. Dicho lo cual, convengamos que se muestra en los comportamientos cotidianos de muchas formas.
En lugar preeminente, por su universalidad, está el miedo a la muerte. Realidad que tendemos a marginar, aunque no podamos evitar del todo que nos asalte de vez cuando la mente, sobre todo a medida que nos adentramos en la vejez o nos hallamos en una situación de peligro. Viendo algunas escenas de guerra, me he preguntado muchas veces qué estará en la cabeza de aquellos soldados, a punto de entrar en combate, que no ignoran las posibilidades que tienen, a veces muy evidentes, de perder la vida.
Otra de las perspectivas que nos produce temor es la enfermedad, sobre todo si nos tocara una de carácter grave, invalidante o, simplemente, capaz de hacernos sufrir por largo tiempo. Algunas, como el cáncer, sobrevuelan sobre nosotros continuamente, ante la presencia de personas cercanas que lo padecen y luchan contra él. O de la insistencia de los medios en dar consejos, formas saludables para combatirlo o mostrar los últimos avances técnicos sobre el tema. Habida cuenta de la posibilidad cierta que tenemos de enfermar en cualquier momento o de morir, mucha entereza tendrán que desarrollar ante ambas aquellas personas que no crean en un Dios misericordioso y en la vida eterna.
Pero existen también otros miedos, otros temores, como si dijéramos, más de andar por casa. Me refiero, en primer lugar, a los que nos hacen acallar nuestra conciencia y actuar en contra de lo que, en el fondo, consideramos justo o verdadero. En un mundo de baja o nula moralidad como el nuestro, el fenómeno se agranda y contamina el espacio social y la convivencia. ¿Cuántas acciones o inacciones no emprendemos frecuentemente por temor a perder el satisfactorio puesto que ocupamos o el reconocimiento de que disfrutamos? ¿Cuántas veces apoyamos por acción u omisión medidas o decisiones que consideramos injustas o falsas por no molestar al jefe o a la institución o persona de quien dependemos por miedo a que se nos obligue a abandonar el puesto? No digamos ya del temor, hoy tan habitual, a ir contracorriente, a contradecir lo políticamente correcto, si esto nos acarrea aislamiento, exclusión o abandono de los amigos, incluso de los cercanos. ¡Cuántos comportamientos cobardes o abyectos se explicarían desde esta realidad!
El miedo es siempre libre. Aunque existen temores a cosas que compartimos con todos o casi todos, hay otras, con una repercusión social menor, participadas solo por un número determinado de personas, frecuentemente reducido. Llegan a tener incluso un valor casi anecdótico, salvo para el individuo que lo padece: miedo a ir en avión, a determinados animales incontrolados, a los espacios cerrados, etc. Algunos de estos temores pueden llegar a convertirse en obsesivos, en auténticas fobias. Todos solemos tener miedo a algo, pero el sujeto del mismo y la intensidad con que actúa sobre nosotros es diferente.
La vejez suele acrecentar los miedos, y no solo por las mayores posibilidades de morir o enfermar que se tienen, sino también por una mayor experiencia acerca de los peligros que los jóvenes. Estos, al sentirse más fuertes y haber afrontado menos riesgos en su vida, suelen ser más intrépidos, osados y despectivos, repeliendo con frecuencia los consejos de los mayores por creerlos excesivamente exagerados. Evidentemente, la situación de unos y otros según las edades es muy diferente, pero sería buena una complementación más estrecha.
Parece cierto, eso sí, que es el miedo quien está colaborando a impedir el desencadenamiento de una conflagración de dimensión mundial, y a su sustitución por conflictos parciales, si bien conectados y plegados a los intereses de las grandes potencias. Es lo que, de momento, ha impedido una extensión mayor de la guerra de Ucrania o de Palestina. Por supuesto, nos referimos a la escalada armamentística para despertar el temor del hipotético enemigo a meterse en el conflicto; pero, sobre todo, por la posibilidad de una confrontación con armas nucleares. El miedo a estas, especialmente, se convierte así en un eficaz elemento disuasorio.
El miedo, el temor, en definitiva, tiene sus propiedades y es consustancial con el hombre. Su presencia nos hace comprender mejor su fragilidad y algunas actuaciones de él mismo muy generalizadas entre nosotros, aunque todo ello no le impida creerse con frecuencia un diosecillo, negando más de lo conveniente estas evidencias naturales.
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