Tribuna

José Ramón Parra

Abogado

A propósito de la falta de emprendedores

Eran aquellos los años turbios de principios de los noventa, cuando los grandes acontecimientos que modernizaron España: la Expo y las Olimpiadas, ya los veíamos desde el retrovisor

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A propósito de la falta de emprendedores

Hace unos meses publiqué en redes sociales una petición tan interesante como infrecuente. En la misma indicaba que un cliente de mi despacho, con el fin de apoyar a algún emprendedor -rectius empresario-, y de rentabilizar unos ahorros familiares ociosos, pretendía invertir una cantidad de dinero importante en un proyecto nuevo o innovador, a la espera de un beneficio a medio y largo plazo, y no de forma inmediata. Esa petición se compartió, a su vez, por distintas personas, por lo que la misma contó con una importante difusión no solo entre mis allegados sino, también, entre gente a quien no tengo el gusto de conocer. Simultáneamente, pedí a mis alumnos universitarios que me indicarán cuántos de ellos cursaban sus estudios con la idea de acceder a un puesto de trabajo en alguna administración pública y quiénes, por el contrario, veían en el mundo empresarial o profesional el destino laboral que les esperaba a la vuelta de la esquina.

El experimento confirmó mis sospechas. Sólo tres personas, mayores de treinta años todas, se interesaron por mi inversor, y ante la respuesta de que me reenviasen de forma confidencial el plan de negocio de la empresa que pretendían constituir, a fin de valorar el proyecto, ninguno de los tres dio más señales de vida. La respuesta de mis alumnos también fue demoledora. Descontados los que no sabían ni contestaban, que no fueron pocos, la inmensa mayoría pretendían ser funcionarios, desechando toda posibilidad de competir con el resto fuera de unas oposiciones. Charlando de esto con un viejo amigo, ya incorporado a ese círculo íntimo desde los años de Granada, y buscando la explicación a esta circunstancia, me recordó mi mudanza a una casa sin muebles, en ella sólo había ecos, aquel septiembre, en que, para su sorpresa, le toqué a la puerta del despacho situado en un patio de vecinos de la plaza de San Pedro.

Llevaba toda la razón. Llegué a Almería, tras una adolescencia que se me antoja muy breve, con el escaso dinero que me cabía en los bolsillos y un préstamo que acabó pagando mi padre, tras una decisión, tan poco meditada como notable, que finalmente resultó ser, para bien o para mal, la que más ha marcado mi vida, y que me llevó a dedicarme "full time" al Derecho. Yo, de origen tan ajeno a ese mundo hermético, distinguido, de repente me coloqué en el sitio idóneo desde el que poder mirar y también ser visto. Esta circunstancia ha sido la que disparó la velocidad con la que han corrido los años posteriores, pero bueno, eso ya no tiene solución. Eran aquellos los años turbios de principios de los noventa, cuando los grandes acontecimientos que modernizaron España: la Expo y las Olimpiadas, ya los veíamos desde el retrovisor. Teníamos un sentido claro de la realidad convulsa en la que nos teníamos que mover: la gran recesión, el crecimiento espectacular del desempleo que llegó casi al veinticinco por cien, cayeron la inversión y los beneficios empresariales, subió el volumen de deuda pública, intereses bancarios al diecinueve por cien en préstamos personales y, lo peor, el déficit había blincado por encima del siete por cien, ...

No lo tuvimos nada fácil, pero la fe intensifica enormemente las posibilidades, tanto como la resignación acaba hundiendo las expectativas. Desenredamos los sueños que el panorama pretendía emboscar, los proyectamos en noches de insomnio, entre vaharadas de humo de tabaco barato, y luego, ya en la vigilia, trabajamos muy duro para hacernos un hueco donde el espacio era angosto, pero seguimos. Perseverando, sufriendo, insistiendo… Ahora, instalado, pero sin poder permitirme descanso alguno, cuando mi profesión me mueve de aquí para allá, me encuentro asiduamente a personas de entonces, cada uno con su historia, cada uno a su ritmo, con su singularidad, pero casi todos inmersos en la friega, ajenos a aquel presagio de hundimiento que aventuraban los oscuros designios.

Y si nosotros pudimos hacerlo, no hay por qué pensar que los alumnos que me escuchan/padecen en la Universidad no puedan lograrlo del mismo modo. Hay que observar, oír, aprender, ilusionarse y, finalmente decidirse. Esconderse, para seguir a salvo, o ampararse bajo la cálida sombra de aquellos que nos quieren, no es una opción. Encontrar el origen del problema sólo en aquello que nos envuelve, tampoco. Todo resta, por supuesto, pero los únicos que realmente podemos sumar somos nosotros mismos. Dicho queda.

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