Una parte de la derecha la rechaza por plebeya y divorciada y un amplio sector de la izquierda la ve con recelo por ser uno de los símbolos de la monarquía. El camino de Letizia Ortiz Rocasolano no está siendo nada fácil desde que se comprometió con el entonces príncipe, Felipe de Borbón. Licenciada en periodismo por la Universidad Complutense de Madrid, continuó su formación en México, donde formó parte de la redacción de Siglo XXI. Después de su paso por CNN+, llegó a Televisión Española para convertirse en la presentadora de informe semanal y del telediario matinal. Fue galardonada con el premio Larra, que otorga la Asociación de la Prensa de Madrid. Se ha revelado su pasado como si fuera una novela por entregas y se han mirado con lupa de lente espía los aspectos íntimos de su vida, incluido su matrimonio con el novelista extremeño Alonso Guerrero.
La reina Letizia lleva el periodismo en la sangre como Fígaro llevaba en las venas aquellos artículos que eran fotografía que rasga el viento en el murmullo del silencio. Para terminar siendo recuerdo en la historia de una España, en la cual el escritor en periódicos se inmortalizó con la huella sangrienta de un revólver suicida. Dolores Armijo, aquella mujer casada, fue la respuesta a una pregunta imposible, la cual no admite más metáfora que aquellos versos de José Zorrilla. Las cartas de Dolores, la pistola de acero rayado y la empuñadura de madera, el desengaño, los límites de la esperanza y aquellos enunciados que resumen un pensamiento distinto: «En este triste país, si a un zapatero se le antoja hacer una botella y le sale mal, después ya no le dejan hacer zapatos». El tiro en la sien, la madrugada, la sangre, la tragedia en aquella vivienda de la madrileña calle de santa Clara. La literatura, la leyenda, el periodismo, las crónicas y aquellos artículos, que, antes y después, la reina Leticia adivinó en el poema de Luis Cernuda: «Curado de la vida, por una vez sonríe, / pálido rostro de pasión y de estío. / Mira las calles viejas por donde fuiste errante, / el farol azulado que te guiara, carne yerta, / al regresar del baile o del sucio periódico, / y las fuentes de mármol entre palmas: / aguas y hojas, bálsamo del triste». Leticia Ortiz Rocasolano se percató, con inteligencia y sublimidad, del prodigioso articulismo de Fígaro. Lo comentó, lo sintió, lo lloró. Y lo caligrafió como metáforas umbralianas en la verdad de Ben Bradlee, citando a Ryszard Kapuscinski en una antología de lágrimas derrotadas, que nunca entenderán ni la derecha ni la izquierda. El otro Larra. El otro Fígaro. El otro Pobrecito hablador.
Aun sembrado el sendero de maledicencias, murmuraciones, infundios y habladurías sobre su carácter y sus relaciones insostenibles con el rey emérito y la reina emérita, sigue firme en su propósito. «Vivir la vida y aceptar el reto… / No te rindas, por favor, no cedas, / aunque el frío queme, / aunque el miedo muerda». Indagando y buscando en una librería de viejo el título exacto que le indique que pudiera ser una joya bibliográfica, la reina ha encontrado el estado zen entre el yoga liengar y el hatha yoga. No tiene la mirada de Lauren Bacall, de Brigitte Bardot, de Sara Montiel, de Elizabeth Taylor, de Charlotte Rampling, de Mila Jovovich o de Haley Bennett, pero sus ojos son hermoso espejo, cuando medita mirando el reloj de las horas y oye la letra de los haikús entre el sentimiento y el corazón. Ha sufrido las puñaladas por la espalda de los que no le perdonan la perfección que busca en los sesenta segundos de un minuto y de los que captan, con exactitud milimétrica, los gestos rebeldes de una serenidad que parece hindú entre versos libres, que se olvidan de la rima. Criticada con mordacidad, vejamen y sarcasmo, sabe que, entre sílabas y sintagmas, permanecen caligrafiadas las palabras de François Bacon: «La envidia es el gusano roedor del mérito y de la gloria». Mas tampoco ignora el enunciado del poeta libanés Khalil Gibran: «El silencio del envidioso está lleno de ruidos». La reina Leticia aprendió leyendo a Larra. Por ello mismo, piensa con Fígaro que escribir en Madrid (o en España) es llorar. Ahora navega en el navío del rumor con El doncel de don Enrique el doliente en la aplicación google del móvil. Como si la eternidad fuera instante. Como si el color de la lluvia anunciara el amanecer en aquella pintura de Rubens. Sabiendo quizá que hay muchas máscaras y pocos rostros, cuando el agua clara proyecta su luz en los enigmas que lindan con los hexámetros del destino. Y recordando que en la lectura del Quijote está la única respuesta. Y, posiblemente, la única verdad.
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