AUTOPISTA 61 POR EDUARDO JORDÁ

Fin de un imperio

Estos días estamos viendo “en tiempo real” –como dicen los locutores de televisión, sin darse cuenta de que el tiempo es lo menos real que existe– la caída de un imperio económico y su sustitución por algo que no sabemos muy bien qué es. La caída de Roma en manos de los ostrogodos, la conquista de Constantinopla por los turcos, la pérdida de las colonias españolas en América del Sur, la independencia de la India en 1947: todos esos sucesos marcan, de una forma u otra, el fin de un imperio. Y el desplome de los bancos y los fondos de inversión marca ahora el final del imperio americano.

Gore Vidal recordaba los tiempos en que su abuelo senador salía del Capitolio de Washington y veía un prado lleno de vacas pastando a doscientos metros del edificio. En aquellos años, los Estados Unidos eran un país joven que se había quedado con los restos del imperio español (Puerto Rico y Filipinas) y que acababa de encontrar petróleo en las tierras áridas de Oklahoma. Henry James retrataba en sus novelas cómo los ricos americanos que se habían enriquecido con los ferrocarriles o las siderurgias viajaban a Europa para darse un barniz de cultura, y aquí caían en las redes de los astutos y decadentes europeos que los embaucaban para quedarse con su fortuna (sin darse cuenta de que ellos, los astutos europeos, también caían en las redes de los despiadados fajos de dólares). Imitando al coleccionista compulsivo Hearst –el hombre que inspiró “El ciudadano Kane”–, los americanos compraban retablos de iglesias, torreones de castillos, lo que fuera. Hasta que hace unos años las cosas empezaron a cambiar. Y si estos días no se ha repetido el “crack” bursátil del 29, es porque los fondos de inversión de otros países, sobre todo China y algunos países del Golfo Pérsico, han comprado los bancos y las entidades financieras que el gobierno americano no ha querido o no ha podido salvar. Pero la frase que todavía se usa para referirse a los Estados Unidos, “el país más poderoso de la tierra”, ha dejado de ser cierta.

Esta crisis económica es el resultado de un monstruoso proceso de codicia que ha degenerado en un cuadro agudo de enajenación mental. Llegó un momento en que los operadores financieros y los grandes empresarios dejaron de percibir el mundo como un lugar hecho de tres dimensiones donde los seres humanos comen y duermen y sufren y aman. Ese día empezó el fin del imperio. Y no es mucho consuelo saber que sus nuevos dueños van a ser bastante peores que los antiguos.

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