OPINIÓN. EL BOLSILLO

Qué baratos los pescaditos fritos

Conduce un potente coche oscuro de alta gama, quizá uno de esos cayenne que en ciertos barrios de Madrid parece que los regalan. Lleva la última versión de equipamiento de kitesurf, y va ataviado con ropa casual que no es en absoluto casual, con unas chanclas de competición que para sí las hubieran querido los Beach Boys. Los rayos uva le evitarán pasar varios días “en blanco” una vez llegado al playero destino de la punta peninsular, donde otros rubicundos jóvenes, tostados y musculados, disfrutan de unas jornadas de jipismo activo, olvidando por unos días su verdadera condición de niño bien o aguerrido ejecutivo. Atrás quedan, en Madrid, los rigurosos ternos de 600 euros combinados con tirantes de 100, con los que trabaja en un despacho donde se dan más bocados entre compañeros que a la competencia. La pasión de nuestro hombre por los deportes de riesgo le hacen recorrer cientos de kilómetros cualquier viernes para practicar –a lo largo de una juventud que se estira como el chicle– parapente en Sierra Mágina, ultraligero bajo luna llena bordeando la costa de Huelva, submarinismo en la Isla de San Andrés, rafting cerca de Nerja, orientación y supervivencia por los bosques de Aracena, espeleología en la Cueva del Gato, descenso de cañones en la Sierra de las Cázulas, bici de montaña en el Cerro del Hierro, escalada en el Mulhacén, quad extreme por Priego de Córdoba, paintball en la finca de un conocido, triatlón en San Pedro de Alcántara. Abducido por estas y otras versiones del riesgo y la aventura, llegó a plantearse colocar una tirolina para deslizarsepor  el aire –luz frontal con GPS en la cabeza incluida– desde su terraza a la de una novia que vivía en la acera de enfrente, más con el propósito de llegar adrenalinizado a las citas galantes que para ahorrar tiempo caminando por la calle.

Nuestro hombre es dicharachero y –claro ha quedado– dinámico, por lo que rápidamente entabla relación con la población autóctona: con El Medusa, en cuyo chiringuito se ponen los botellines más fresquitos del lugar; con Rosario, la pescadera con mejor género de –es un poner– Conil; con Olvido, que da de comer como los ángeles a la orilla del mar. Es en este tipo de relaciones de consumo donde afloran varios fenómenos dignos de mención, relacionados con el turismo interior nacional, auténtico pilar que apuntala la renta de muchas localidades costeras y rurales andaluzas que han visto cómo su actividad tradicional –primaria, ya sea agrícola, ganadera o pesquera– se desvanecía tras languidecer, mientras el sector servicios y la construcción de casas acaparaban toda la renta y el empleo. (Dicho sea al margen,resulta llamativa la gran cantidad per capita de tiendas de los veinte duros y de artículos de regalo que hay en muchos pueblos andaluces: toda una misteriosa malformación de la oferta y la demanda.)

Bien mirado, nuestro querido y trepidante madrileño es un benefactor. Sobre todo para El Medusa, que le cobra dos euros por el mismo quinto de cruzcampo por el que pide 60 céntimos al lugareño en las lentas tardes de invierno y dominó. Pero también para Rosario, que ve cómo el forastero no tiene reparos en dejarse 60 euros en pescado para darse una cena-homenaje con su chica. Y también para doña Olvido, que ya cobra 15 euros por un lenguado que viene congelado desde muy lejos, porque en esa costa  hace años que de las redes sale poco más que voraces y peces limón. Dicen que una vez hubo meros en las rocas frente a su restaurante, e incluso ruinas romanas libres de megalómanas intervenciones con forma de edificios destinados a  interpretar lo que está a la vista –pequeño y sencillo– afuera. Las cosas cambian. Muchas veces, demasiado.

Lo que se está dando por estos destinos sureños del desacelerado turismo interior no es más que una inflación importada algo sui generis,que refleja ni más ni menos que la renta per capita madrileña va a duplicar de aquí a nada a la nuestra. Y su bolsillo es más alegre, más fácil, mucho más sobrado: el doble. Nuestro turismo –una vez desprotegido de los conflictos que vetan destinos alternativos– debe cuidar este turista interior, por mucho que a los del país nos devalúa nuestros euros una barbaridad.

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