El Rey abdica

La hora de la Monarquía

DE forma sorpresiva y en plena resaca poselectoral tras los comicios europeos, el Rey ha anunciado su decisión de abdicar. En estos tiempos atribulados, de liderazgos contestados y profundas incertidumbres políticas, la abdicación del monarca supone un serio aldabonazo en la más alta institución del Estado.

Expuesta en los últimos tiempos a serias turbulencias, generadas en el seno de la propia Familia Real (especialmente, el caso Urdangarín y la cacería de elefantes en África), la Monarquía en general y la figura del Rey en particular han experimentado un proceso de innegable erosión que ha dejado en evidencia una creciente desafección popular hacia la Jefatura del Estado. De ser la institución mejor valorada en las encuestas por parte de la ciudadanía desde el inicio de la democracia, la Corona ha ido perdiendo adeptos de forma significativa en nuestra sociedad y, de modo especialmente revelador, entre los más jóvenes.

A nadie escapa que, siendo la Monarquía una institución anacrónica en términos democráticos, su supervivencia más allá de lo dispuesto en las normas jurídicas depende directamente de su grado de aceptación por parte de los ciudadanos. Si hay un cargo que requiere de la máxima adhesión popular para mantenerse en el poder es el de monarca. Se dirá con toda la razón que no hemos votado a este monarca que abdica y que tampoco votaremos a su sucesor. Evidente de toda evidencia. Ahora bien, no es menos cierto que, en la democracias contemporáneas, la institución monárquica está llamada a desaparecer irremisiblemente si no cuenta con un amplia aceptación popular. Aval ciudadano que, ironías del sistema, no se revalida periódicamente en las urnas pero que se constata de forma palpable en la opinión pública. Precisamente por ello, don Juan Carlos, consciente de la trascendental encrucijada en la que se encuentra desde hace ya algún tiempo la Corona en nuestro país, ha adoptado la decisión de dejar el Trono y dar paso a su hijo. Actuando así, el Rey se juega la carta del relevo generacional, apostando por una renovación institucional que se perfila como imprescindible.

A partir de ahora, se abre una nueva etapa cuya primera parada requiere, por expreso mandato del artículo 57.5 de la Constitución, la aprobación de una ley orgánica. Constatada la voluntad personal del Jefe del Estado de abandonar su cargo, corresponde ahora a los representantes de la soberanía popular reunidos en las Cortes Generales dotarla de eficacia jurídica mediante la aprobación de una ley que, por ser orgánica, exige la mayoría absoluta en ambas Cámaras.

A la luz de las circunstancias en que nos encontramos, todo apunta a que el que podríamos denominar proceso de "traspaso de poderes" en la Corona será de corta duración, acelerándose al máximo los tiempos para la discusión y aprobación parlamentaria de la mencionada ley. Superado el primer trámite, quedará formalmente expedita la vía para que el heredero al Trono sea proclamado Rey de España por parte del Parlamento, tras haber prestado el juramento "de guardar y hacer guardar la Constitución" (artículo 61.1 CE) ante las Cámaras.

Concluidas ambas fases, Felipe VI será el nuevo monarca. Tiene por delante una ardua tarea, empezando por la de reforzar y apuntalar la legitimidad de la institución que encarna: algo tan complejo y sutil como es recuperar la sintonía con los ciudadanos, esa premisa esencial que hace realidad -y no un mero desiderátum teórico- la afirmación constitucional que atribuye al Rey la cualidad de "símbolo de la unidad y permanencia" del Estado (artículo 56.1).

Se enfrenta, pues, el nuevo ocupante del Trono a un desafío existencial en el que la Corona se juega el ser o no ser como institución. Para superar semejante reto, Felipe VI deberá neutralizar la desconfianza que la Monarquía suscita entre aquellos sectores de ciudadanos que en un número destacado la están cuestionando abiertamente. Ésta va a ser la primera y más importante de las asignaturas pendientes: generar un consenso generalizado y ganarse una adhesión popular mayoritaria. Para ello, qué duda cabe, Felipe VI necesitará un imprescindible voto de confianza.

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