En el enrejado de la Iglesia del Santo Ángel, enfrente de la sede de Diario de Sevilla, en la calle Rioja de la ciudad hispalense, se pone todos los días un señor. En medio del frío, el tumulto y la prisa mañanera de los días laborables, con su semblante serio y templado, va dando los buenos días a todo el que pasa por allí. Uno a uno, sin que se le escape nadie. Es raro, todo lo raro que puede parecer en estos tiempos el ser tan amable. Porque algunos le responden, sabedores de su frase repetida todas las mañanas y otros le miran con cierta incredulidad, y yo diría que hasta mal humor. Él es la única persona que me da los buenos días en todo el trayecto andado desde Reyes Católicos a calle Cuna. Por en medio, albañiles ya metidos en faena desde bien temprano, quiosqueros madrugadores adecentando los diarios y camareros fumándose el primer pitillo de la mañana. Pero solo él responde con un: "Buenos días" y yo le respondo como se merece. "Buenos días". Y sé que a ninguno de los dos le cuesta nada ese gesto tan liviano que es un signo de respeto.

La primera vez que llegué a Sevilla saludaba a todo el mundo por la calle. Daba los buenos días, las buenas tardes, las buenas noches, las gracias. Tal y como me habían enseñado en casa. De esos primeros años de entregada viandante, recuerdo millones de anécdotas. La gente te devuelve el saludo y poco a poco, fruto de la rutina, te va contando su vida. A veces escribía aquellas historias, a modo de anotación e inspiración y siempre pensé que ese es el tipo de periodismo que debía existir en aquella ciudad sureña. Que esos eran los verdaderos protagonistas de una ciudad viva que cambia todos los días. Gracias a Dios.

Poco a poco el ritmo, la prisa y los teléfonos móviles fueron ganando la batalla. Me quedé sin historias y sin modales y me sumí en la rutina urbanita con la misma velocidad con la que dejé de ser periodista. Tanto es así que cuando regreso al origen, al lugar que me vio crecer, me cuesta mucho ver cómo mis padres dedican más de 15 minutos a cada persona cuando se la cruzan. "¿Cómo estás?" "¿Y tú mujer? ¿Y los niños?" "Mira esta es mi chica que está viviendo en Sevilla". "Ya casi ni viene a vernos". Yo siento una especie de vergüenza y admiración. Pero también cierta paz y agradecimiento. Porque luego leo entrevistas tan espectaculares como la realizada por Luis Sánchez Moliní al compañero Paco Correal y pienso que en todo tiene razón. Clase magistral de periodismo y saber estar al fin en las páginas de un periódico.

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