El sucesor | Crítica

El sótano de la conciencia

Marc-André Grondin en una imagen del filme.

Marc-André Grondin en una imagen del filme.

Después de convertir la violencia de género intrafamiliar en un ejercicio de escalada de terror en su premiada Custodia compartida, el francés Xavier Legrand sigue interesado en indagar en los sótanos y rincones de la herencia, ahora en las claves de un relato que aspira a la metáfora, moda mediante, pero que por momentos roza la auto-caricatura.

Protagonizada por un afamado diseñador francés (Marc André-Grondin, algo excesivo) en plena crisis de ansiedad que tiene que acudir al entierro de su padre en Canadá tras años de nula relación, la cinta de Legrand nos conduce engañosamente por los derroteros del drama familiar y la psique atribulada por el legado genético para abrirse, tras un abrupto giro subterráneo, a los caminos del thriller sobreescrito y caprichoso, capaz de pasar en cuestión de minutos de la revelación más atroz a una no menos inverosímil sucesión de decisiones, accidentes y quiebros que ponen al espectador más paciente contra las cuerdas a pesar del nuevo molde de género en el que se asienta el relato.

Impulsada a una deriva fatalista y trágica entre brotes de llanto, mensajes de WhatsApp y acciones muy poco creíbles, El sucesor deviene así una montaña rusa de sorpresas y revelaciones donde la metáfora choca frontalmente con el artificio y el trasfondo de fábula cruel sobre la trasmisión hereditaria (del mal) se diluye entre azares de torpe guionista intentando atar todos sus cabos.