En un artículo anterior, con ocasión de la muerte del mercantilista Ira Millstein, hablábamos del buen gobierno de la empresa. Actualmente, el propósito es un tema en discusión, y tiene en España uno de los mejores referentes en el profesor Jordi Canals, de IESE, con sus trabajos prácticos sobre cómo se gestiona ese propósito. Una forma de verlo es desde la perspectiva del accionista, y otra, desde los que tienen intereses en la empresa, empleados, proveedores, clientes, y el medio en el que se desarrolla la actividad. La profesora Dorothy Lund (European Corporate Governance Institute) mantiene que el propósito de la empresa es dinámico y depende de la situación, de manera que una empresa nueva ha de enfocarse sin duda al beneficio para sobrevivir, pero si tiene capital suficiente, el caso de tecnológicas, Amazon, Uber, o Tesla, cuya estrategia es dominar un mercado, puede pasar años en pérdidas hasta conseguirlo; sin embargo el propósito de favorecer al accionista es el mismo.

Lund nos dice que este enfoque exige impedir los oligopolios o cualquier forma de dominio; un Estado que se encargue de la educación, sanidad, pensiones, y atención social, de manera que la empresa disponga del recurso que es la mano de obra con un nivel reducido de coste y de conflicto; y que en esta situación la empresa tampoco se haría cargo de lo relacionado con recursos naturales como el agua, el deterioro del medio ambiente, o infraestructuras que favorecen particularmente a un sector. La idea de Dorothy Lund es muy interesante, pues plantea el extremo en que el Estado se hace cargo de todo lo que afecta al entorno de la empresa, y esta maximiza su beneficio; pero en este caso es obvia la necesidad de una presión fiscal fuerte, que recae principalmente en rentas del trabajo y consumo. Por el contrario, cuando se plantea la responsabilidad social de la empresa, y se desea menos papel del Estado y pagar menos impuestos, la empresa se responsabiliza de proporcionar unos salarios suficientes, formación, pensiones y seguros de salud, asume como un coste interno el deterioro ambiental, y colabora en el mantenimiento de infraestructuras relacionadas directamente con su actividad, por ejemplo y aunque esto sería algo menor, con una tasa sobre la actividad turística. Entre estos dos extremos, la historia muestra que la responsabilidad social de la empresa se plantea cuando sufre un descalabro como ocurrió con la crisis de 1929, las guerras mundiales, nuestra crisis financiera e inmobiliaria, o incluso brevemente con la pandemia y las distorsiones en el comercio y la energía. Hay entonces una mezcla de petición de socorro hacia el Estado, y un cierto compromiso temporal con una situación general de crisis e incertidumbre.

En España se crean en los dos últimos años una media de 8.500 empresas mensuales, y se disuelven unas 3.000, principalmente en comercio e inmobiliario, persistiendo sociedades inactivas y otras que se utilizan sólo de forma instrumental; esto nos lleva a concluir que, además de constatar una fuerte volatilidad, la creación de empresas no es algo que por sí solo muestre la salud de una economía, y que la idea del propósito tiene mucha fuerza y es algo sobre lo que hay seguir reflexionando, y practicando.

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