Nuestro presidente del Gobierno ha iniciado la nueva legislatura con dos actos diplomáticos reveladores. El primero fue el desprecio público al recién elegido presidente de la República Argentina. No parece que sea el mejor camino en las relaciones con Iberoamérica, en las que ese país juega un papel destacado. El segundo, volar a Oriente Medio para acabar provocando un conflicto grave con Israel, Estado con el que manteníamos especiales vínculos.

En la tradición de los disparates de Moratinos, que tanto dañaron al prestigio de España en el mundo, y coincidiendo con la reentré del inefable Zapatero, Sánchez retoma una política exterior que se mueve a golpe de volantazos, que no se debate jamás en el Parlamento y que se salta los márgenes obvios que dibujan nuestros intereses políticos, estratégicos y económicos. Ya percibimos en la legislatura anterior algún síntoma: el sainete de los desacuerdos con Marruecos y Argelia, que terminó con el cambio brusco de posición en el asunto del Sahara Occidental, permanece extrañamente inexplicado.

Todo se acentúa en el viaje a Israel. El discurso de Sánchez resultó tan amonestante y teatral que hacía inevitables las represalias, alentadas además por el aplauso inmediato de los terroristas de Hamás.

Uno tiene la impresión de que Sánchez ha cometido dos errores sustanciales. De una parte, olvidó que las relaciones exteriores no pueden diseñarse como un instrumento de política interna. El contento de los socios de gobierno o el deseo personal de ser visto como un prócer mundial a lo Nelson Mandela no pueden opacar la inteligencia en los movimientos que se hagan en el tablero internacional. De otra, también ignoró que su presencia en aquellas tierras lo era además como presidente de turno de la Unión Europea, lo que añadía un plus de exigencia, responsabilidad y de necesario consenso. No ha de sorprenderle, pues, las muchas y lógicas críticas que está recibiendo en medios europeos, ni tampoco el enojo de Estados Unidos, para quien este problema es, en la práctica, una cuestión de política interna. Nada de esto le importa si contradice o reprime su santísima voluntad.

Observaba Napoleón que la diplomacia es la política en traje de etiqueta. Pedro Sánchez diríase mucho más propenso a ejercerla en chándal. Quizá en uno de aquellos chándales hipnóticos y multicolores que nos regalara el difunto Chávez. Será que la ideología cala hasta en el gusto en las ropas.

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