Conversar, ese viejo arte que consiste en compartir en vivo y en directo, con la emoción y el riesgo de lo inmediato, cuanto discurrimos, opinamos o sentimos, está siendo sustituido con éxito por los concurridísimos chats, patios universales de vecinos sin rostro, donde uno desconoce la identidad y el propósito de quien recibe o te ofrece confidencias de comprobación imposible. También, cómo no, por ese ir y venir de mensajes enigmáticos, modernos jeroglíficos que, al tiempo, aumentan la saturación de los móviles y la fortuna de los que administran tan próspera jerga.

Desde siempre, se sabe que entablar una buena conversación no es tarea descansada. Exige, si el intento es sincero, situarse en un plano de aceptada igualdad, de mutuo y leal reconocimiento, que no todos, ni en todo momento, admiten con agrado. Nada tiene que ver, desde luego, con la confesión, religiosa o laica, ni con la práctica de volcar los propios problemas sobre quienquiera que esté dispuesto a escuchar, cobrando o no, por el servicio. Tampoco –y aquí la diferencia se hace más tenue– con la discusión, torneo de ideas y de razones en el que éstas surgen para contrarrestar a las del rival, sin ánimo ninguno de entrar en el surco que ha trazado el otro y de proseguir (la lúcida imagen es de Bontempelli) en el trazo y perfección de aquel surco. Es ese reflexionar en común, confiado en la colaboración del interlocutor y nunca receloso de la bondad de sus intenciones, lo que constituye su noble esencia y le otorga un inestimable valor.

Quizá los rasgos indicados –la afirmación de la igualdad, la actitud abierta hacia los demás, la certeza de salir indemne del lance– sean los que ahora la embarazan o imposibilitan. La mentira, la persuasión, el afán de deslumbrar, los monólogos paralelos, la incomprensión, el miedo a revelar la probable heterodoxia de nuestras verdades, experiencias todas frecuentes en una sociedad mucho menos libre de lo que acríticamente se proclama, han acabado desengañándonos de sus obvias virtudes. Y como el callar no se corresponde con nuestra naturaleza, nos entregamos a extravagancias sin sentido, a composturas ridículas, que apenas enmascaran la creciente soledad que nos angustia.

La conversación fértil ha de servir, pues, para aprender, para sorprendernos con el decir y la mirada de allegados y desconocidos. Si no es así, créanme, el sucedáneo no superará jamás la sutil enseñanza del propio silencio.

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