Hace unos años, un equipo de investigadores del Rigshospitalet, un hospital asociado a la Universidad de Copenhague, se propuso localizar el espíritu de la Navidad en el cerebro humano, mediante imágenes de resonancia magnética funcional. Al fin, consiguieron situarlo en un punto concreto del mismo, como suele ocurrir con todas las respuestas emocionales positivas. Pero, junto a la buena noticia, surgió otra mala: dicho estudio demostraba también que tal espíritu no estaba presente en todas las personas. Por distintas razones, un número significativo de ellas no había desarrollado ese estímulo o, incluso, les provocaba sentimientos negativos.

Además, más allá de lo puramente físico, se aprecia que en nuestras sociedades posmodernas no sólo resulta cada vez más raro el espíritu navideño, sino que estamos perdiendo en general los afectos naturales. Hay muchos factores que pudieran explicar esta deshumanización. Entre otros, destacan la revolución tecnológica y el impacto de la sociedad de consumo. Pero ninguno de los dos, a pesar de sus múltiples contraindicaciones, son capaces de conformar lo que somos y lo que debemos ser.

Algo está transformando, pues, las relaciones interpersonales. Algo que sí puede alterar la forma en la que el individuo construye su identidad íntima. Ese algo, señala Javier Benegas, es la nueva política. Para ella, el peligro es la sociedad misma y, para lograr sus utopías, necesita penetrar en la privacidad de las personas y transmutar el modo en el que se organizan y relacionan. “La sociedad –sentencia Benegas– ha de ser suplantada por el Estado y rechazar paulatinamente todo lo que se asocie a la vieja forma de socialización”. El paradigma del proyecto es Suecia, un pueblo tan adoctrinado que llega a inventar un término –manniskortrött– para verbalizar el hartazgo del individuo hacia el prójimo.

Nos dirigimos hacia una sociedad sin afectos y en la que el contacto humano produce neurosis, rechazo y miedo. De ahí, por ejemplo, la hiperafectividad que ahora se traslada a los animales.

A mí todo esto me parece una verdadera insensatez. No se puede vivir sin confiar en nuestros semejantes, sin compartir con los demás nuestras inquietudes más profundas y, en un mundo que no es ni bello ni bueno, hallar así abrigo y cordura. Por eso, acaso como un acto de rebeldía, con el espíritu navideño que afortunadamente aún conservo, les deseo sinceramente a todos una Feliz Navidad.

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