Se trata de una de esas pocas palabras incapaces de abarcar sin vacilaciones el exacto significado de lo definido. De entrada, cabe distinguir según que la fortuna del prójimo sea merecida o inmerecida. En el segundo caso, no debe hablarse propiamente de envidia sino de indignación, un sentimiento que, además de legítimo, parece extrañamente inusual en estos tiempos de afonías políticamente correctas.

En cambio, la disyuntiva muestra toda su trágica humanidad cuando la punzada deviene de un don que, con justicia, otros poseen y nosotros no. Han de diferenciarse, entonces, dos clases de envidia, hijas de formas muy diversas de entender la vida. En el prólogo de la segunda parte del Quijote, y respondiendo a la acusación de “envidioso” que le lanzara Avellaneda, Cervantes replica que existe un linaje de envidia, la santa, noble y bien intencionada, que es la que él sigue. Los griegos la denominaron “zelos”; celo, en castellano. Tanto este celo como la emulación –afirma Pérez de Ayala– consisten “en acertar a descubrir lo mejor intentando acercarse a ello, y, si fuere posible, alcanzarlo”. La envidia sana se aleja, pues, del tenebroso mundo de las miserias. Admito, si acaso, que experimentándose respecto de bienes no adquiribles –hermosura, talento, bondad, salud, buena suerte– acabe en tristeza, melancolía o desesperanza, síntomas que, desde luego, no tienen por qué trascender del propio universo.

A partir de aquí, lo que resta no pasa de pura estupidez. ¿De qué otra forma calificar el deseo –incalmable– de oscurecer las merecidas glorias de los demás? ¿Atraen ventaja alguna la murmuración o la insidia que se consuelan en el mal de muchos? El lenguaje dicta sentencia: la envidia “corroe”, esto es, obsesiona y destruye, mata muriendo, no permite jamás descanso, retroceso ni final.

Aun así, la necedad todavía conoce grados. El párrafo pertenece a Nietzsche y la conducta es hoy frecuente: “La envidia habitual –señala– suele ponerse a cacarear tan pronto como la gallina envidiada ha puesto un huevo: con ello se alivia y se calma. Pero hay una envidia más honda: la que, cuando ocurre lo dicho, se calla como un muerto y desea que sean selladas todas las bocas y se enfurece cada vez más porque no es precisamente eso lo que ocurre. La envidia silenciosa crece en el silencio”. Ésta, afán enfermizo de “dioses” atormentados, no se conforma con empequeñecer el mundo: insensatamente, aspira ya a recrearlo.

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