Predicadores

Por desgracia, la imagen de esta España finalmente moderna empezó a desvanecerse hace poco más de un lustro

Por FIN parecía que, gracias a la efervescencia de una cuantas décadas democráticas, este país de todos los demonios había escapado a la fatalidad de su condena cainita. Tanto era así que incluso una buena serie de historiadores e hispanistas se habían apresurado a pregonar, con un convencimiento quizás estimulado por la mala conciencia, que la España negra de siglos atrás había sido solo una invención interesada, ya, por fortuna, desmentida por los los nuevos hechos contemporáneos (a excepción, claro está, de algunos reductos carlistas no apaciguados que, con nuevos disfraces, persistían en el País Vasco y Cataluña). Y, por tanto, se podía pensar que, siglos atrás, aquí no habían existido más persecuciones ni autos de fe que en cualquier otro país europeo. Pero, por desgracia, la imagen de esta España finalmente moderna empezó a desvanecerse hace poco más de un lustro. Volvieron los antiguos demonios, capaces, con sus voces inquisitivas, de hurgar en cualquier herida hasta llegar a convertir al opositor o disidente en carne enemiga. Y ha regresado, pues, aquella decepción que se creía superada. Pero no es exactamente tan negativo el resultado, ya que se ha aprendido algo importante: ahora es más fácil reconocer a quiénes mueven el mecanismo que provocaba y provoca este atávico cainismo. Son los mismos predicadores de siempre adaptados a nuevos tiempos. Saben que en este país hay carencias, grandes problemas sociales sin resolver y faltan cosas indispensables, y, por tanto, la gente necesitada se ilusionará con las radicales promesas redentoras que les ofrecen estos profesionales desde su púlpito laico (siempre bien remunerado). Además, para que sus promesas se conviertan en algo creíble, las envuelven con sentimientos y banderas, las conectan con viejas tradiciones y, sobre todo, les señalan sin pudor el supuesto culpable de sus males para que puedan odiarlo (esto último es fundamental). Este sencillo mecanismo –desvelado hace ya un siglo por Ortega y por Freud– se mantiene aún efectivo, como en estos últimos años se acaba de comprobar. Una serie de predicadores, con hábitos de distintos colorines, ofrecen por doquier sus prodigios milagrosos, abastecidos de emotiva retórica para remediar frustraciones y deseos particulares, mientras se enmascaran los conflictos que realmente corroen a la sociedad española. Y así, han logrado encaprichar, con el señuelo de la banderita exclusiva que le han vendido, a muchos electores, los cuales no ven que es mercancía averiada y, además, extraída de una vieja chistera.

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