Aquí paz y en Soto del Real gloria

Porque sin ese marco jurídico se precipita el caos y ciento cincuenta y cinco razones para destrozar una democracia

No hay peor sordo, dirían, que el que no quiere escuchar. Y en esas nos encontramos. Hace poco nos vanagloriábamos de ser unas de las democracias más vanguardistas del mundo. Incluso nos pavoneábamos de continente en continente dando charlas de moral. En algunos casos, incluso, llegamos a dar a entender que en la historia no había habido parangón alguno que se preciase o que se pareciese a nuestro sistema democrático. A saber cuál mejor, decíamos. Y nos lamíamos el ombligo y lo que no era el ombligo.

Ahora, al parecer, nuestra Constitución ha envejecido, de golpe. De un año a otro. Países como Noruega, Países Bajos, Bélgica, Dinamarca o Luxemburgo cuentan con Cartas Magnas de finales del Siglo XIX. Pero, quizás, nosotros, con casi cuarenta años de democracia -ahí es nada-, sí estamos en posición de dar lecciones de moral, más que otros.

Y es que en muchísimas ocasiones alardear sale caro. Extender cheques que nuestros afamados y henchidos bolsillos no pueden pagar tiene su precio. Lo más sorprendente de todo es que incluso nos hemos familiarizado en hacer leyes que a su vez contradicen a otras leyes de rango jurídico superior para que al final se las puedan saltar -Tip y Coll en estado puro-. Lo cierto es que ahora, por lo visto, lo más importante es lo sentimental antes que lo jurídico. Que lo legislativo está subordinado al capricho de unos pocos y al deleite de otros muchos. Que si uno cree que un digesto es injusto, pues va, no lo cumple y tan pancho. Y aquí paz y, en Soto del Real, gloria. Mentiría si dijese que el diálogo no es consustancial al ser humano. Pero hasta qué punto es legítimo dialogar soportando la coacción o la amenaza. Hasta qué grado está justificado emplear el diálogo cuando no se respetan unos mínimos requisitos de legalidad. Dónde está el límite para decidir sí o no, cuando quien tenemos enfrente es incapaz de cumplir una ley -ya no digo dos.

La Constitución, aunque parezca un conjunto de hojas caducas que conviden a realizar los más infieles e ignominiosos palpamientos, guste o no, es el marco de convivencia que tenemos establecido. Porque sin ese marco jurídico se precipita el caos y ciento cincuenta y cinco razones para destrozar una democracia que nos costó desenterrar cuerpos llenos de cal en las cunetas y que, después de pasado el tiempo, más que desenterrar, parece que quieren volver a rellenar.

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