Tribuna

José Mª Requena Company

Abogado

La gestión de la locura

Y si el proyecto les parece costoso o dificultoso a unos u a otros, pues nada, que se siga por la senda en la que andamos y ya verán la factura que al final pagaremos

La gestión de la locura La gestión de la locura

La gestión de la locura

Desde el siglo XIX, no ha existido guerra europea que no haya tenido como detonante al nacionalismo, ni elucubración filosófica o sociológica solvente que no haya denunciado la toxicidad de las emociones nacionalistas radicales. Acaso nuestros nietos verán esa pulsión como hoy miramos a otras ofuscaciones históricas, ya de signo político, como el fascismo, ya cultural, como la esclavitud: unas derivas detestables, aunque en su época contaran con la aceptación social. Y si el nacionalismo perdura aún quizá sea por su origen adulterino, encizañado, imitando al cuco, entre ese otro afecto apacible al terruño, al entorno de la niñez y la familia, que es un apego natural, nunca agresivo. Aunque si, como el cáncer, por alguna incidencia anómala se alborota, suele reaccionar en proliferación emocional desaforada y se convierte en monstruoso carcinoma enajenante de los pueblos.

Así es como se percibe este nacionalismo primario en la Europa vacunada por las grandes Guerras del S. XX. Y tal vez esa visión de epidemia tóxica sea la que explique por qué mientras al atentado parisino de Charlie Hebdo acudieron los líderes mundiales, y al más trágico de Las Ramblas, solo vinieran diplomáticos de carrera: a nadie le gusta relacionarse con la locura. Pero guste o no, a ésta nos toca gestionarla, porque es nuestra. Y guste o no, parece inverosímil cualquier gestión de esta histeria colectiva que no pase por: 1) Exigir responsabilidad legal: porque el respeto a la ley es innegociable, y quien la infrinja que lo pague. Misericordiosamente, claro, porque, aunque peligrosos, están enajenados. Pero misericordia ejemplarizante. 2) Y responsabilidad política a los políticos, tanto para abrir un sosegado proceso de reajuste de la Constitución a los valores de hoy, como para negociar con la sociedad civil catalana. Con esa potente sociedad civil, hoy dispersa y algo amilanada por lustros de acoso del Govern, cuya reorganización habrá que fomentar para que lidere los nuevos aires europeístas. 3) Pero sobre todo, por dios, y ante todo, hay que acabar con el atronador silencio del Estado en Cataluña, y evitar que nunca quede ni una falacia más sin rebatir, con ímpetu redoblado al de quien la propague. Tenemos más inteligencia y más recursos que los falaces, y más capacidad para refutar con la razón y la fuerza argumental que ofrecen las ciencias sociales, la brutal propaganda y adoctrinamiento que por décadas se ha vertido impunemente. Y para socavar el inmerecido prestigio del que gozan hoy en esa comunidad la educación monolingüe y el referéndum legendario, ensalzado como paradigma de la democracia, porque no lo merecen: ni una cosa, ni la otra.

Para ello hay que habilitar una potente pedagogía social y mediática que desacredite, allí, la relegación del castellano y la manipulación de la historia, que hoy gozan de un prestigio parecido al en su día gozara el DDT, un producto que hoy nadie con sentido común usaría. Pero no basta con denunciarlo, no, hay que certificarlo y refutarlo a través de peritos en comunicación y doctores en enseñanza, que sepan justificarlo. Porque poder, se puede. Que propaguen y demuestren, porque es demostrable, que justamente por ese sesgo patológico que cabe predicar del nacionalismo radicalizado y excluyente, (que nada tiene que ver, insisto, con el amor a la patria de cada cual, desde el respeto a la de los demás), la propuesta del referéndum no solo es ilegal y discriminatoria para el resto de conciudadanos, sino también inmoral, si de lo que se trata es de votar sobre o para legitimar una emoción ofuscada, hija de la soberbia y la xenofobia, como sin duda es la emoción nacionalista. Tan anacrónica como si se invocara el derecho a legalizar la esclavitud o a imponer cualquiera de tantas otras brutalidades culturales de la historia.

Y alguno dirá, con razón, ¿pero eso es posible llevarlo a cabo? Naturalmente que sí. A ver, si han logrado que nos guste la tónica amarga, o que se vote a un sujeto como Trump, ¿cómo no se iba a lograr que un colectivo sensato acabe amando a una España en proceso de europeización democrática y campeona en valores humanos? Solo hace falta invertir tiempo, dinero e inteligencia para desarrollar una partitura armónica. La mayoría del pueblo catalán lo agradecerá, cuando se le rescate de la ceguera que imponían sus radicales. Y si el proyecto les parece costoso o dificultoso a unos u a otros, pues nada, que se siga por la senda en la que andamos y ya verán la factura que al final pagaremos.

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