Análisis

Ramón Bogas Crespo

Director de la Oficina de Comunicación del Obispado de Almería

Amores forzados

Sales un día a la calle, te encuentras a un amigo, y te espeta: -"anda que me invitaste a tu cumpleaños", "a ver si me llamas" o "no te acordaste de mí para ir al viaje". Se te queda esa cara de: "Dios mío, que la tierra me trague". Situaciones embarazosas como estas nos han ocurrido mil veces (o a lo mejor, somos nosotros los que las hemos provocado). Y es que, consciente o inconscientemente, hemos demandado una amistad que nunca se puede forzar porque el amor exigido no es amor verdadero.

Sin duda, en los temas amorosos, no hay matemáticas. A veces, personas sin "méritos" nos roban el alma y nos hacen gracia, a pesar de no ser graciosos. Otras (y a estas me refiero hoy), gente maja, que tiene todas las papeletas para ser objeto de tu amor, pero ese amor no brota nunca. Y es que el amor tiene mucho de misterio, simplemente, SUCEDE. Además tiene una condición sine qua non: el "Sí, quiero" de las dos partes. Ya pudiera alguna de ellas mover montañas, bajar valles o subirte al cielo, cuando no brota de una de las partes, está malogrado. Y ya podemos esforzarnos y empujar, que lo que vas a provocar quizá sea un mayor rechazo.

El pasado domingo leíamos una parábola extraña. Un rey invita a todos sus siervos a un banquete suculento, casi imposible de rechazar. Pero los invitados ponen excusas: se van a sus tierras, marchan a otros lugares, no visten de fiesta… El rey se enfada al principio, pero sigue buscando a más amigos para la fiesta. Como bien sabéis, el Rey hace referencia a un Dios Padre Bueno que quiere invitar y salvar a todos, pero que necesita la libre aceptación por parte de sus invitados.

Se oye con frecuencia que, con un Dios tan misericordioso, todo el mundo se salvará. Parece casi imposible que alguien rechace una oferta tan suculenta. Pero, como decíamos, el amor no se fuerza y la salvación no se impone. Es necesaria la libre y consciente voluntad del invitado (cada uno de nosotros) para entrar en esa fiesta de vinos suculentos. Aunque no esté de moda el tema, la Iglesia se ha referido al infierno como esa posibilidad real de estar invitado a la fiesta y negarse a entrar. Es el drama de la autoexclusión.

De la parábola, hoy aprendo a intentar tejer unas relaciones personales y amorosa, que partan de la libertad, sin forzar respuestas. Que tenga la humildad de reconocer que, a veces, surgen y crecen, y otras están llamadas a desaparecer. De la forma de amar de Dios quiero imitar su forma de convocar con alegría, de ofrecer mi vida y mi banquete, pero saber aceptar (en ocasiones, con dolor) la libertad del otro, que no quiere participar en mi fiesta. Un amor generoso y gratuito que, aunque espera respuesta, no la fuerza. Porque los amores forzados, amigos, no son realmente amores.

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