resistiendo

Andrés García Ibáñez

La Gioconda del Prado

DESDE hace un tiempo venimos acostumbrándonos a que los grandes museos generen noticias-espectáculo con el fin de llegar a un público lo más amplio posible, generalmente indocto y gustoso de la anécdota. Con frecuencia me pregunto para que buscan estas instituciones más y más visitantes; el Prado recibe varios miles por jornada y desde hace un tiempo abre sus puertas los trescientos sesenta y cinco días del año. El colapso humano dentro de los grandes museos impide la relajada contemplación a aquellas personas que ansían, de verdad, una visita provechosa. Algunas corrientes museológicas actuales piensan que las ocho o diez piezas más famosas de la colección de un gran museo deberían colocarse en una sala juntas, muy cerca del vestíbulo de acceso; la marea humana se daría por satisfecha con visitar esa sala y marcharían a continuación, permitiendo un uso más racional en el resto de dependencias. En el Louvre, por ejemplo, sería una descarga aislar a la Gioconda cerca de la entrada; se evitaría el asalto continuo de una turba esparcida por todos los rincones. En esas estamos cuando el museo del Prado pregona la restauración de una copia del cuadro de Leonardo, conservada en su colección desde que el museo abriera sus puertas en 1819. Una obra mediocre a la que ahora quiere otorgarse una importancia desmedida. Tras varias radiografías, reflectografías, limpiezas y eliminaciones de repintes que han recuperado un paisaje muy parecido al original leonardesco, los técnicos y conservadores del Prado han concluido que se trata de un cuadro pintado por un discípulo aventajado, simultáneamente al del Louvre y compartiendo el mismo espacio del taller. Se basan en que los cambios en el dibujo subyacente que aparecen en las radiografías parecen coincidir con los del original del Louvre. Con el tiempo he ido apreciando una creciente temeridad en los juicios de los nuevos conservadores de museos, la mayoría de las veces unida a una falta de base documental sólida, junto a una imaginación que asustaría a sus predecesores. Revisada toda la documentación gráfica y escrita que el Prado aporta como estudio previo a sus sesudas conclusiones, creo que no se ha demostrado fehacientemente que el cuadro fuese ejecutado al mismo tiempo que Leonardo pintaba el original. Lo que parecen correcciones no lo son la mayoría de las veces; el copista ha reproducido burdamente el proceso de creación, perfectamente visible en la tabla acabada de Leonardo. La copia del Prado es una obra vulgar, pintada con una técnica primitiva y torpe, ajena por completo al maestro, mal dibujada y pobremente construida. Aunque, eso sí, su colorido alerta sobre lo que podría ser la Gioconda original si el Louvre se decidiera, de una vez, a eliminarle los barnices oxidados.

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