Sorolla un siglo después

Sorolla vivió en el tránsito de XIX al XX y realizó a partir de 1900 sus obras más personales y logradas

Precisamente hoy jueves, diez de agosto, se cumplen cien años del fallecimiento de Joaquín Sorolla y Bastida, una de las cimas de la pintura española universal. Murió con sesenta años, tres después de haber sufrido una paraplejia que lo dejó prácticamente inmovilizado e incapaz para pintar. Tras el hercúleo esfuerzo de la decoración para la Hispanic Society de Nueva York con la Visión de España, que le dejó exhausto, un día que estaba retratando en el jardín de su casa a la mujer del escritor Pérez de Ayala le sobrevino el ataque paralizante. Los últimos tres años de vida debieron de ser terribles para un artista acostumbrado a la hiperactividad creativa, al ejercicio compulsivo de la pintura, apasionado y emocionante. Cuando falleció, en medio de un prestigio internacional enorme, los murales de Nueva York no estaban aún instalados –tardarían unos pocos años más en ser colocados- y ya se alzaban voces críticas intentando denostar su portentoso estilo, calificándolo de anticuado y facilón. Las décadas siguientes consolidaron esa tendencia y rebajaron la reputación de Sorolla, especialmente entre los autocalificados de modernos, a indignos umbrales. La visión teleológica historiográfica de las vanguardias, sectaria y excluyente, lo silenció en el mejor de los casos, cuando no lo denigró. Su recuperación para el parnaso se inició en los noventa, cuando desde las nuevas figuraciones se le reivindicó como un pintor puro, único y personalísimo, portentoso. Sorolla vivió en el tránsito de XIX al XX y realizó a partir de 1900 sus obras más personales y logradas. Es a partir de ese momento cuando encuentra de forma natural y auténtica su inconfundible voz y universo personal y despliega, como dice Quesada Dorador, “unas inmensas alas” que le permiten volar muy alto, muy por encima del resto de la pintura española de su época y le sitúan en la cúspide del naturalismo mundial, estilo al que retuerce, eleva y hace implosionar con una ferocidad técnica y estética desconocida entonces. La materia es tratada en su obra con una belleza informalista brutal sin que el dibujo naturalista se vea afectado; un auténtico tour de force. Sorolla remata la gran tradición de la pintura realista y colorista europea, a la veneciana, con una fuerza y virtuosismo apabullantes, hasta el punto de no existir ya forma de añadir nada más en ese camino. Su aportación es ciertamente inmensa, monstruosa, y el futuro no hará más que prestigiar más y más su figura, elevándolo a la altura de un Miguel Ángel Buonarroti.

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