El Cristo de Goya

El estado de conservación ha impedido históricamente la correcta lectura visual de la obra

En 1780 presentó Francisco de Goya un Cristo crucificado a la Academia de San Fernando para su elección como académico de mérito, logrando su objetivo. Fue el inicio de su fulgurante carrera en la corte. El cuadro se exhibe hoy en el Museo del Prado, en una sala junto al resto de obras religiosas del pintor que atesora la institución. Se trata de una figura de tamaño natural sobre un fondo neutro casi negro, de esbeltas proporciones, de apolínea y relajada postura corporal, y rostro aún con vida que levanta la mirada al cielo con trágica y dolorida expresión. Sigue el modelo barroco acuñado por Pacheco con cuatro clavos, que permite colocarlo en pie sobre un taco horizontal; ello determina una posición cómoda para el cuerpo y nada sufriente, radicalmente contraria a la de los Cristos colgados con tres clavos. Por lo demás, es una obra de escasa fortuna crítica a lo largo de su historia, quizá por la inevitable comparación con el supremo Cristo de Velázquez, que es su precedente más obvio y magistral. Es lugar común señalar su estereotipada asunción de los postulados fríos y académicos de Mengs, el todopoderoso artista que había trabajado en la corte madrileña y al que seguían servilmente los cuñados de Goya y otros pintores del momento. Argumento éste que ha servido para indicar la falta de impronta “goyesca” y colocarlo entre las obras menores del genio. Anteayer estuve en el Prado y lo contemplé, una vez más, un largo rato. Pienso que el estado de conservación de la obra, el amarilleado de sus densos barnices y la falta de limpieza han impedido históricamente la correcta lectura visual de la imagen y la apreciación de la técnica con que está ejecutada. Por debajo del telo amarillo se intuye una pincelada suelta y expresiva, una materia pictórica mucho menos esmaltada y más informalista, y un colorido más frío, supuestamente de grises exquisitos. La altura del lienzo no permite ver muy de cerca la cabeza, pero se aprecia una deformación expresionista de enorme fuerza, como un claro precedente de algunos rostros de sus postreras Pinturas Negras, lograda con empastadas pinceladas a la manera de Rembrandt. Los ojos empapados en la materia cristalina de las lágrimas o los dientes de la dramática boca entreabierta, resueltos con una pincelada a lo Francis Bacon, se alejan de la doctrina historiográfica que etiquetaba de frío y neoclásico a este Cristo. Urge una restauración profunda que recupere su enorme estatus goyesco y permita apreciar sus grandes valores plásticos.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios