El balcón
Ignacio Martínez
Sin cordones sanitarios
Esa mañana de primavera, como era costumbre casi ancestral en ella, se había despertado al alba. La luminosidad del horizonte, acompasada con el gorjeo de los estorninos que comenzaban a llegar, le servía de acicate para levantarse al amanecer y disfrutar del magnífico espectáculo de luz y sonido. Arropada con una sábana, se sentó y se dispuso a leer las noticias, mientras una suave brisa agitaba las cortinas de la ventana, cuyas hojas entreabrió para aspirar el perfume de las rosas que trepaban por la fachada del jardín. Cuando abrió su portátil y vio las portadas de los diarios, tuvo un mal presagio, casi todas mostraban el rostro de uno de sus escritores preferidos. Sin leer su contenido, puesto que ya conocía su enfermedad, se dirigió a la biblioteca y comprobó que allí estaban sus libros. Tomó en sus manos el primero que encontró, y aunque no era el que más le había impactado, sí podía mantener que se trataba de una historia que le marcó profundamente. Pasó los dedos sobre sus páginas, muchas de ellas con la esquina doblada, como era su costumbre cuando quería releer algo después, y el tacto suave del papel casi le dolió. Pensó, que un día el autor se emocionaría al escribir su obra, y sintió en su piel el dolor de su protagonista, transmitido por él con maestría. Quizá por eso, por ser demasiado sensible a la vida, le costó tanto entenderla, o quizá era ella la que no la entendía y quería ver en su lectura lo que él no había escrito. Recordó cuantas veces había escuchado decir a los artistas que sus obras no les pertenecían una vez publicadas, y eso era una verdad incontestable. Descubrió a Paul cuando cayó en sus manos “Viajes por el Scriptorium”, quedó tan impactada, que su lectura le dejó en su alma una herida difícil de sanar. No obstante, la actitud frente a la vida y sus avatares, expuesta con su pluma magistral, la volvió a seducir y leyó “Brooklin follies”, novela quizá menos existencialista que la anterior o así le pareció a ella, que transitaba por un incierto periodo de su vida. Buscó en los estantes y sus ojos se encontraron con otro título del mismo autor: “El Palacio de la Luna”. Un relato desgarrador sobre la miseria, la soledad y la fragilidad del ser humano en cualquier ciudad del mundo. La mayoría de las personas ven las tragedias ajenas, desde la seguridad de su estatus, sin imaginar que eso que hoy les parece un espejismo, puede convertirse en la realidad más estremecedora. Pensó que un día, cualquiera de nosotros puede ser el propietario del “Palacio de la Luna”, sin más refugio que el hueco de un cajero o un rincón escondido al calor de unos contenedores. Esta novela menos existencialista, pero cruel, le conmocionó tanto que dejó para otro momento la lectura de su última obra, la misma que hoy compraría cuando abrieran la librería, en un acto de reconciliación con la lectura de este gran escritor que nos ha dejado.
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