La esquina
José Aguilar
Ya no cuela el relato de Pedro
Primero fue un murmullo que iba subiendo de tono, le siguieron golpes secos y voces gruesas. La educación le impidió salir al descansillo, al fin al cabo en todos sitios “cuecen habas”. En que hogar no hay una discusión sobre fútbol o política sin que tenga consecuencias? Los españoles tan dados a hablar en un tono de voz alto, suben de decibelios sin ser conscientes de que se traspasan los límites de lo tolerable. Sin embargo en esta ocasión, los insultos y amenazas, los golpes sobre puertas y muebles, evidenciaban que se estaba traspasando el umbral de la seguridad, y cedió al impulso de abrir la puerta. La escena le sobrecogió, su vecina: una señora enjuta y extremadamente débil, de edad indeterminada (esa en la que no sabes si es una persona joven maltratada por la vida o simplemente mayor), lloraba desconsolada apoyada en la pared del descansillo. Era la viva imagen del desconsuelo, no hablaba ni respondía a los gritos de un hombre que, desde el interior de la vivienda la amenazaba a gritos, pudiendo escuchar como golpeaba los muebles en un estado de ira incontrolado. En su corta vida no había tenido una experiencia tan demoledora, no sabía bien qué era lo que debía hacer, si socorrer a la señora cuyos ojos gastados por el dolor se deshacían en lágrimas, si llamar a una ambulancia para que la socorriera o a la policía para que detuviese a aquel ser que no atendía a razones. Lo primero que se le ocurrió fue abrazarla, temblaba de dolor y de miedo, y una vez algo calmada, pedir ayuda. Cuando salió el hombre, pudo comprobar su estado de deterioro físico y mental, tampoco en este caso podría determinar su edad, aunque era manifiestamente más joven que ella. Se le acercó tratando de calmarlo, era evidente su sufrimiento, pero sus ojos desorbitados le decían que no estaba en su sano juicio, y solo se lo ocurrió echarle el brazo por el hombro, como haría con un amigo, y escucharle. El dolor que se acumuló en el pasillo del edificio se podía cortar con un cuchillo, era lacerante, los dos lloraban y confesaban su vida de sufrimiento sin fin, y él no sabía a cuál acudir: si a su vecina o al hombre que la agredía momentos antes. En pocos minutos llegaron la policía y una ambulancia, ni con el sonido de las sirenas salió ningún vecino a interesarse por lo que estaba pasando, aunque si sentía muchos ojos posados sobre ellos a través de las mirillas. Cuando la policía preguntó por lo sucedido, aquella mujer abatida y llorosa se negó a denunciar, solo dijo: no quiero que le suceda nada malo a mi hijo, es un enfermo mental, necesita ayuda y nadie se la ofrece, que va a ser de él cuando yo no esté para protegerlo?. A Pablo se le heló la sangre, jamás habría supuesto que aquel hombre fuera de sí, agresivo e insultante, fuese “carne de su carne, y sangre de su sangre”, completamente horrorizado pensó: y quien va a ayudar a esta mujer, cuando él vuelva?
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