El día había transcurrido tranquilo, estaban en cuaresma y quería recordar esos momentos de devoción nacional en los que muchos cristianos guardaban el ayuno y la abstinencia. Recordaba a su madre cocinando horas y horas. Eran recetas tradicionales que pasaban de madres a hijas, y se hacían en este periodo tan importante para los creyentes. Los niños, exentos de cumplir esas normas, observaban esos trajines culinarios entre la indiferencia, los más pequeños, y aliviados de no tener que hacerlo, los mayores. A ella siempre le ocurría, que justo cuando se le prohibía algo era lo que más le apetecía, y pensaba que el hambre y el deseo de lo prohibido, haría estragos en la voluntad de los creyentes. Pasado el tiempo, esas costumbres se relajaron y pasaron a formar parte del mundo onírico de su infancia y adolescencia, y justo ayer le vinieron a la memoria esos recuerdos llenos de aromas y sabores escondidos en los pliegues de la niñez. Era una época en la que el aire se llenaba de una mezcla de olores tal, que lejos de llamar al ayuno, invitaba a “la gran bufet”. Los aromas a canela y corteza de limón de las torrijas, el arroz con leche, o las natillas, era gloria divina. Los niños entraban de puntillas en las cocinas llevándose un botín y limpiándose el bigote, después de dar cuenta de las “galguerías” que allí custodiaban las mujeres de la casa como oro en paño a la espera que cayera la noche para dar buena cuenta de ellas. De eso hacía ya tanto tiempo que le costaba recordarlo, esas mujeres custodias de las normas cristianas se habían ido desvaneciendo poco a poco. Las hijas, que como ella, habían vivido inmersas en la modernidad y en unos trabajos que ni tiempo les daban para comer decentemente, dejaron aparcados el ayuno, la abstinencia, las recetas de sus abuelas, y todo lo que constituía un paréntesis en la rutina diaria que las absorbía. Hoy, había observado que casi todas las tiendas de comestibles mostraban remembranzas de aquellas exquisiteces que yacían en su memoria, y tomó la decisión de hacer el ayuno y la abstinencia, en homenaje a esas abnegadas cristianas que llenaron su infancia de experiencias inolvidables. Sentada en la terraza, aspiraba el aroma del azahar que emanaban los naranjos en flor, junto con el de la hierbabuena que reposaba en su vasito de té. En esa tetería que tanto le agradaba, también celebraban el ramadán, y en cuanto se pusiera el sol, sacarían esos manjares tan parecidos a los de su infancia. La sacó de sus meditaciones su amiga Farida, con quien había quedado para participar del festín, y alzando sus ojos al cielo, agradeció al azar haber nacido en esta orilla donde se podía compartir la meditación, las creencias, el azúcar y la canela.

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