El principal sistema de riego de la cuenca del Guadalquivir, el conocido como "general", ha entrado en situación de emergencia debido a la falta de lluvia de los últimos tiempos. Aunque todavía no podemos hablar oficialmente de sequía, los datos no son nada halagüeños: los pantanos están al 25% de su capacidad y, si persiste esta ausencia de agua, el 60% de los cultivos de regadíos podrían verse muy afectados en un corto plazo.

Por ahora, el consumo humano no está amenazado de una manera significativa, y la Confederación Hidrográfica del Guadalquivir (CHG) lo garantiza, al menos, para los tres o cuatro próximos años. Pero la situación es muy preocupante. A nadie se le escapa que la agricultura y las industrias de transformación de este sector son para nosotros motores económicos de primera magnitud, por lo que urgen medidas que intenten paliar esta situación de presequía. Por ahora, la CHG ya ha autorizado la Comisión Permanente de Seguimiento de la Sequía, con capacidad para decidir acciones excepcionales en la distribución del agua. El tiempo dirá si hay que tomar más.

Pero, más allá de la preocupante coyuntura, es necesaria una reflexión en la que los conceptos sequía y cambio climático estén conectados. Es cierto que no hay estudios que avalen la relación entre la actual situación de escasez de agua en Andalucía y el fenómeno del calentamiento global, pero también lo es que está demostrado que una de las principales consecuencias de éste es la acentuación dramática de los fenómenos meteorológicos extremos, como los huracanes, las inundaciones o las sequías. Andalucía es frontera con la franja climática subtropical, lo que significa que la desertización es una amenaza permanente y más que real. Ante esta situación, ¿estamos tomando las medidas correctas para que nuestra agricultura y nuestras ciudades estén preparadas para un escenario de severa escasez de agua? Nos tememos que la respuesta, por ahora, es negativa.