Tribuna

Manuel Peñalver

Catedrático de Lengua Española de la Universidad

París bien vale una misa

París bien vale una misa. Aun no siendo Zinedine Zidane Enrique IV de Francia, poco antes del partido de vuelta con el París

París bien vale una misa París bien vale una misa

París bien vale una misa

Seguro que Zinedine Zidane pensó en esta frase, atribuida a Enrique IV de Francia, poco antes del partido de vuelta con el PSG. Ya en el Bernabéu, el entrenador madridista fue capaz de transmitir a sus jugadores la perseverancia y la calma, cuando el partido se había puesto cuesta arriba. Las virtudes de Zidane en el banquillo siguen siendo las mismas que atesoraba como uno de los mejores futbolistas del mundo: elegancia, visión del juego, inteligencia y estética para demostrar que este deporte tiene siempre algo de literatura, aunque sea en ese estado intermedio entre la poesía y la prosa. El francés acariciaba el balón como un poeta sus versos, como un novelista, sus novelas, como un escritor, su obra. La consideración del deporte rey, más allá de su significado denotativo, para profundizar en el ámbito de la connotación, crece cada día como puede verse en las librerías y en las mismas páginas de opinión de los periódicos. Pero fue un gran escritor como Eduardo Galeano uno de los antecedentes más representativos. Fue el uruguayo, cuando el tiempo se hace referente filosófico, entre kantiano y hegeliano, el que dijo: «No tengo nada de original, porque, como se sabe, en mi país las maternidades hacen un ruido infernal ya que todos los bebés se asoman al mundo entre las piernas de la madre gritando gol. Yo también grité gol para no ser menos y como todos quise ser jugador de fútbol». Zinedine, que no es ajeno ni a la literatura ni al arte, supo versificar en el rectángulo del juego una historia de sí mismo. Los regates en corto, los pases a los compañeros mejor colocados, los desplazamientos del balón desde el centro del campo, los despliegues de inteligencia y velocidad, a un tiempo, tenían mucho de hermosa lección y de la consideración del fútbol como un soneto, que cincela los reflejos del hombre para competir y buscar el triunfo. Como ha dejado claro Enrique Ortego, las cualidades del gran Zidane eran la elegancia, la perseverancia y la valentía. Las mismas virtudes que sus jugadores asimilaron a la perfección para imponerse al multimillonario equipo de Unay Emery, que vio cómo en el estadio Santiago Bernabéu los fonemas de la derrota sustituían a los de la victoria en la segunda parte, cuando el equipo blanco todavía dudaba de sí mismo, entre Aristóteles y Descartes. En el partido de vuelta el técnico vasco percibió cómo su esperanza de pasar a los cuartos de final comenzó a apagarse con los goles de Cristiano Ronaldo y Casemiro, fieles intérpretes de la épica y de la narrativa del fútbol como arte y como literatura en su misma naturaleza y razón de ser. No era tan fácil derrotar a un club, cuyo propietario, el jeque Tamim bin Hamad al-Thani, no ha regateado ninguna inversión millonaria, como bien lo demuestra el fichaje de Neymar, que quitó el habla al todopoderoso Barcelona. Zinedine Zidane con elegancia, perseverancia y valentía diseñó en el tablero una estrategia, mitad futbolística, mitad literaria, que dejó en evidencia al entrenador vasco del PSG, que todavía estará pensando si está comenzando o terminando el relato de su adversario en el banquillo. Para causar este desconcierto en el equipo parisino, el técnico madridista prescindió de la BBC al dejar en la suplencia a Bale, de la misma manera que a Kroos, a Modric y a Isco para apostar por la velocidad de Lucas Vázquez, la clarividencia de Marco Asensio y la contundencia de Kovacevic. ¿Antes la épica que la lirica? Depende, porque, aunque Lucas Vázquez y Kovacevic luchan como intérpretes de Rodrigo Díaz de Vivar, Marcos Asensio es heredero de su entrenador como dueño de los espacios. Ni la épica, ni la lírica, ni la narrativa se hicieron presentes en el once del PSG. Y, de esta manera, sus estrellas como Dani Alves, Thiago Silva, Verrati, Di María, Cavani y el jovencísimo Mbappé, cuyo fichaje fue una odisea multimillonaria, naufragaron como Ulises en las aguas de la isla de Calipso, aunque el héroe griego se salvó al poder agarrarse a un madero. Cuando el fútbol y sus intérpretes, con el balón en los pies o en la cabeza, quieren caligrafiarlo como si fuera literatura, la dimensión más hermosa brilla y fulge. "El culto hispánico religioso ha cedido paso a una nueva fe, en la que los sacerdotes emergen desde una cavidad subterránea y ofician con el pie", escribía José Luis Sampedro, mientras el manuscrito de la brevedad deja su huella en los instantes en los cuales una onomatopeya se hace metáfora en el reloj que le pone métrica a las sílabas prolongadas del gol. París bien vale una misa. Aun no siendo Zinedine Zidane Enrique IV. Sino, antes bien, el entrenador de un equipo, que cuando alterna la épica y la lírica, es invencible en Europa.

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