Sacralización de la lengua

Cataluña no sería igual a como es, sin el catalán, como la Meca o Fátima sin sus divinidades

La comunicación es un don inherente a la vida celular, ya sea animal, vegetal, viral o mediopensionista y se cuentan por miles, acaso millones, las elocuencias u opciones expresivas disponibles, ya verbales, gestuales, olfativas, vibratorias, hormonales, qué sé yo. Aunque la palabra sea la reina, para el humano, a la hora de pensar y comunicarse. Por eso entristece que un idioma se distorsione para usarse como un factor tergiversador de la convivencia. La metáfora bíblica de Babel ya nos alertó sobre el triste destino de los pueblos que retorcieran el sino de la lengua o que la sacralizaran como un distintivo clasista o étnico, en vez de gozarlo para relacionarse con el vecino, con el otro. Y cuando hablo de sacralizar, hablo de asignar carácter sagrado a lo que no lo merece que es, al cabo, lo que logra el nacionalismo lingüístico al endiosar un idioma confiriéndole un origen y legitimidad sobrenatural o una realidad suprahistórica. Inverosímil, sí, pero que lo inmuniza a la crítica de la razón y le insufla vocación misionera, porque ya querrá imponer su uso en el resto del mundo: o sea, opera como una religión fundamentalista. Carácter que le confiere gran poderío, porque un dios local fortalece la identidad grupal y su culto genera un efecto bifronte que, hacia dentro une a su gente y hacia fuera, repele lo ajeno. Amén de que la vinculación de lo sagrado a un lugar transforma el territorio en algo tan venerable como el dios mismo: Cataluña no sería igual a como es, sin el catalán, como la Meca o Fátima sin sus divinidades. Y para colmo, el idioma glorificado se petrifica frente al derecho ciudadano de emplear una lengua distinta o ante la inercia globalizadora de oficializar solo unas pocas megalenguas, idea que el nacionalista ve como una perversión. No obstante, puede que el prestigio del dios de cada cual también esté condicionado, como el léxico de cada lengua, por la economía y por su aptitud para responder a muchos de los porqués básicos de la vida o justificar una forma ética de estar en ella. Y que por eso sean miles los dioses aldeanos y las lenguas tribales que han desaparecido. Gracias a dios, porque si no, aún andaríamos farfullando los monosílabos del indoeuropeo. Flaco consuelo, empero, si no se frena la anacrónica sacralización del monolingüista regional en alza: volver a un nacionalismo babélico, con miles de lenguas interaccionando, sería una locura.

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