Mi tesoro

Es como ir al cielo y queen el bar del cielo te atienda, redivivo, el mismísimo John Lennon

Volver al mismo aparcamiento de líneas azules. Echar las mismas monedas en el parquímetro que está detrás de los contenedores donde van a parar todos los orines de la noche. Comprar el periódico en el mismo sitio donde están todos los muñequitos de superhéroes y ver que ya quedan muy pocos, como si fuesen desapareciendo según transcurre el tiempo. Cada día hay uno menos, como el paso del tiempo que te dice que cada vez te quedan menos muñequitos y cada vez menos periódicos. Andar visitando las mismas calles pobladas y comerciales, calle Recogidas, recordar que hace muchos años un grupo, según declaraciones propias, ensayaba algo parecido a en la calle Recogidas with the sexys señoritas, ante la escucha atenta de Joe Strummer, decidir, casi a la hora de comer, ir a visitar el bar de Eric, que antes siempre estaba sin Eric, y encontrártelo allí, como una aparición, siendo él, personalmente, el que te atiende y te sirve, el mismo que hace unos treinta años ya más o menos salía a un escenario en el festival del Zaidin, creo, para presentarlo y decir, en tono jocoso, me llamo Eric y soy alcohólico. Y ser el mismo Eric el que te toma nota y el que te sirve, la cerveza sin alcohol y atiende sobre bebidas de vikingos. Es como ir al cielo y que en el bar del cielo te atienda, redivivo, el mismísimo John Lennon. Y pedir y tomar todo como si no fuese real, sin quedarse boquiabierto ni nada. Y al terminar y pagar, decirle que me ha gustado mucho su libro, su biografía, cuál, la primera o la segunda, y en ese momento caer en la cuenta de que debe haber dos porque hay una en una vitrina y el color es diferente, pensaba que era una segunda edición, pero no es así, es una continuación. Y decirle que me ha gustado y que en general las biografías de esa especie me parecen algo soporíferas, sí, dice él, profundas, de profundis, para más señas. Y caer en que si quiero la segunda parte, si la venden comprarla allí y es él mismo el que se ofrece a dedicármela y pensar, después de tantos y tantos años, que el mismo que se sentó cerca mía en un salón de actos y puso los pies en el asiento de enfrente, junto a Antonio Arias para interpelar al gran Diego A. Manrique, por entonces divinidad de los músicos mortales, es el que baja del cielo y las distancias para comentar brevemente y dedicarme su libro. Años antes que siempre los vi cerca como un insignificante, ahora casi cerca de mí.

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