Este máster lo pago yo

Sabíamos que no éramos de ese grupo selecto de elegidos porque nadie nos invitó a aquel banquete

Debo reconocer que nos hicieron así. Simplemente nacimos. Pero no en el lugar equivocado, sino con el número del dni ya impreso antes de ser concebidos. Nos llamaban los hijos de, los hijos de los migrantes, los hijos de los proletarios, los hijos de los pobres, los hijos de los barrios. Nos hicieron partícipes de un fracaso que cosecharon otros. Los mismos que hoy en día salen a defendernos del mismo caos que han creado. Nos hicieron así, sin más. Alguien tenía que ser la carne de cañón. Alguien tenía que vivir con su dolor a cuestas, incuestionable. Nos crearon con la vergüenza ajena a rastras. Nos hacían sonrojar o sentirnos mal. Si teníamos hambre, aunque el estómago estuviese levando en armas, debíamos decir que no. Aunque luciésemos nuestras rodillas del color del corazón de las espigas, debíamos ser fuertes. Los niños no lloran, nos decían. Nos hicieron vivir con el sentimiento de culpa, a nosotros, los hijos de los obreros, los derrotados, los sin nadie, los débiles, los atroces, los enemigos del pueblo. Recuerdo que aquellos que pertenecíamos a ese nutrido grupo de perdedores, se nos inclinaba la cabeza cuando oíamos hablar a los otros, a los con casa, a los con padres, a los con familia, que ellos sí iban a la Universidad. Les veíamos salir desde sus casas, triunfantes, con sus carpetas nuevas, con su flamante carné de conducir, con sus coches nuevos, mientras que a nuestras zapatillas de deporte les tenían que poner cera de vela en la suela para que el agua de la lluvia no nos mojase los calcetines. Siempre acaecía lluvia sobre la ciudad. Éramos sus hijos. Lo sabíamos, porque no teníamos techo donde resguardarnos. La calle entera salía a recibirnos, mientras naufragábamos entre su asfalto. Sabíamos que no pertenecíamos a ese grupo selecto de elegidos, porque nadie nos invitó a aquel banquete. No éramos como ellos. No vestíamos como ellos. No pensábamos como ellos. En nuestro rincón más íntimo sabíamos que habíamos fallado. Sabíamos que habíamos perdido nuestra batalla, antes incluso de nacer. Nos acobardamos. Asentimos con nuestra cabeza. Sabíamos que estábamos destinados a ser la pata de la mesa que hoy cojea y a día de hoy aún tenemos que ir pidiendo perdón por un pecado que no hemos cometido. Y aprendimos que este máster lo pagábamos nosotros, con la sangre en nuestras arterias palpitándonos, dejándonos la piel entre las calles.

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