La sangre vuelve a ser en Oriento Medio el plato de comida que nos echamos a la boca. Odio y más odio, repiten, mientras que las yugulares de los árabes y de los hebreos siguen desafiando a la muerte con más venganza, con más agonía si cabe, con más hambre si hubiere. Ahora ya es demasiado tarde para hablar de las víctimas. Los muertos de ahora han sido y serán siempre los muertos de todos, nuestro fracaso como hombres, nuestro destino si cabe, si por un momento hubiere. Y dudo mucho que estas palabras lleguen a aquellos que realmente necesitan saberlas. La legitimidad de un pueblo a ser libre y a vivir en paz no pasa por la imposición de la fuerza y el odio. Sin embargo, existe ya demasiado rencor, demasiado padecimiento acumulado a lo largo de los siglos, demasiado sufrimiento infringido a aquellos que no pueden defenderse por sí solos. Existe demasiada angustia y miedo. No nos damos cuenta que sólo somos seres humano y que nuestro precio en el mercado lo marca unos señores que viven a miles de kilómetros de nuestro dolor. Ese mismo dolor que nos sobresalta por las noches el pecho y no nos deja respirar. No nos damos cuenta que nosotros sólo somos la parte de las espigas que se caen, el último desheredado que sobrevive, los restos de un naufragio llamado mundo.

El dolor no tiene límites, afirmo. El resentimiento es tan fuerte que parece imposible atisbar un ápice de cordura entre tanta demencia y tanta muerte. Sabemos que el pequeño David amanece agazapado con su onda entre las manos del sueño y no queremos ser los primeros en despertarlo. Sin embargo, sigue el dolor a manos llenas llamando a las puertas del infierno. Un día es Palestina. Al otro, Israel, Siria, Irak o Yemen.

Aquí, en mi ciudad, los mustios coches en la madrugada atacan el desfiladero del aire en busca de una razón que les devuelva a la vida. Los semáforos tiritan ante la adversidad del tiempo y las aceras, ante la incomprensión de las señales y los transeúntes, ante la absurda verticalidad de los neones al atardecer. Veo en los periódicos, otro día más, la agónica angustia de los hombres en las tierras de Israel con las torpes e inútiles ganas de morir. Yo tuve la razón, se dirán, mientras sus cuerpos apátridas caen al suelo, como las espigas, y sus restos se van convirtiendo en la misma ceniza que han creado.

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