Las ciencias sociales hispanas están de luto. Hace poco nos han dejado dos sociólogos de época. Uno científico, Amando de Miguel, otro gráfico, ágrafo y dicharachero, Francisco Ibáñez. Uno que teorizó y otro que satirizó la fauna sociopolítica patria durante sesenta años, sin dejar filón humano sin explorar. Aunque no se sentaran en la RAE, ambos glosaron el habla popular, uno con libros como La perversión del lenguaje o el Hablando pronto y mal, y el otro con las rechiflas y mortadeladas de tanto merluzo descrito que nos descuajeringaban. Ambos bordando, desde claves distintas, pero no tan distantes, la función exploradora que ocupa a la sociología ante hechos que, si no fuera por ella, no advertiríamos, aunque convivamos con ellos. Y estos genios que digo, nos hicieron pensar o reír, o ambas cosas a la vez, a costa de la sociedad y época en la que vivíamos, ofreciéndonos análisis lúcidos o estereotipos caricaturescos que, por razones distintas parecían extravagantes, pero no, eran reales. Y si lo de Amando viene honrado, el arte del Ibáñez sobre la sátira y las escenas desternillantes está por categorizarse: cómo ridiculizar instituciones y convenciones sociales, con gracia y sin ofender. Porque a quién no resultaba familiar el mosaico vecinal del 13, Rue del Percebe, que más que un edificio era una urbe, un mosaico popular de pillastres con el tendero picarón, la portera fisgona, el moroso, el caco, el listo y hasta el okupa de la alcantarilla: una fauna de paisanos de toda ralea que los lectores conocíamos y tratábamos aquí, allá o acullá. O criaturas como Pepe Gotera y Otilio chapuceando en tiempo de premodernidad y de hambre entre apaños y desastres, que exhiben hábitos ordinarios y revelan el mérito de los dispuestos a todo, desde la nada, a pesar de la aspereza de la vida. O qué español no conoce a Mortadelo y Filemón, insobornables agentes antichorizos que lo mismo pifian exitosos la marrullería del alcalde de Somormujo (militante bipartidista del PEPO -Partido Emperrao- y del PSAO -Suprimidor de obispos-), que la del mafioso del Bacalao, que quería acaparar el agua de la ciudad. Sus pícaros, paletos, trepas, piraos o esmirriaus, nos enseñaron a millones de niños no solo a leer sino a algo acaso más importante: a reírnos de esta sociedad cateta, aunque esforzada por buscarse la vida. Uno y otro nos curtieron, en fin, en filosofar sobre el fracaso y la indesmayable esperanza.

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