Nuestra copla (III): Lola Flores, ¡¡Ay pena, penita, pena…!!
Música
Artista polémica, con personalidad desbordada y todo un emblema de fuerza y duende de pasión desmedida
Nuestra copla (II): Concha Piquer, la señora de la canción española

Cuando en 1987 a Lola Flores le detectara la Fiscalía de Madrid una elevada deuda con Hacienda hasta que definitivamente quedó sentenciada en 1991 al pago de veintiocho millones de pesetas, la vida de la artista jerezana transcurrió entre la rabia, la desesperación, el miedo y por último una cierta tranquilidad, cuando supo que no iba a ir a la cárcel. "Me sentaron en el banquillo como si fuera una asesina… A punto estuve una noche de tomarme un tubo de pastillas, pero pensaba que no podía abandonar a mis hijos…".
Los que haya nacido después de 1995 no habrá visto en directo a Lola Flores. Pero si observan un vídeo de ella, o aunque sea alguna foto, no podrá evitar sonreír, tal vez escandalizarse, y quizás admiración.
Aquella niña nacida en el Jerez de la Frontera de 1923, hija de un tabernero payo y de una costurera nieta de gitano, mantuvo en sus 72 años de vida la frescura, la libertad y el descaro que la mayoría de los españoles no podían, no querían o no se atrevían a catar.
Se crió en Sevilla desde los 3 a los 11 años. La Guerra Civil la sorprendió en un Jerez franquista.
Contó en televisión cómo hizo el amor por primera vez a los 17 años, con el guitarrista El Niño Ricardo. Y, sobre todo, confesó que accedió a acostarse con un admirador —todo el mundo sabía que se trataba del anticuario Adolfo Arenzana— a cambio de 50.000 pesetas. Había que ser Lola Flores para confesar algo así, aunque fuera de nuevo por dinero y leyendo un guión. Apareció el protector, quien le financió su primer espectáculo a cambio de irse con él, en el que se dio el gustazo de contratar a quien era su ídolo, Manolo Caracol, que la convertiría en su amante durante ocho largos años de pasión, celos y broncas. De pie, con las manos abiertas, sin apenas rozarla, con unas letras que parecían escritas con la sangre y los sudores del adulterio, el aire se iba cargando de tensión erótica. Él le llevaba 14 años y estaba casado. “Zambra” fue la “Fiebre del sábado noche”, las “Nueve semanas y media” de la España de los años cuarenta.
Hasta que harta de que el gitano le levantara la mano y mentara a un hermano de ella, ya muerto, le dio la espalda para siempre y siguió sola su ascendente carrera en teatros, el cine, y los discos.
En octubre de 1957 celebró su única boda, casó con el guitarrista gitano Antonio González “El Pescaílla”, inventor para muchos de la rumba catalana, aunque otros creen que el padre de ese ritmo fue Peret. Se casaron en el Monasterio del Escorial al amanecer. Ella iba embarazada de Lolita, que nació en mayo de 1958. Antonio nacería dos años más tarde y Rosario en 1963.
En los años cincuenta Lola Flores firmó un contrato millonario para filmar varias películas en México. Rodó “Pena, penita, pena”, y con aquella canción y ese filme se le abrieron las puertas de América. Fue en México donde la bautizaron como La Faraona tras una película del mismo título (1955).
Entre tanto viaje a América procuraba no perderse nunca las recepciones que Franco ofrecía en La Granja cada 18 de julio. Manuel Vázquez Montalbán escribió: “La asociación entre las folclóricas y el franquismo viene de los años cincuenta, cuando aquellas hembras se dejaban fotografiar de cuatro en cuatro junto a su excelencia”.
El público, su público, siempre la perdonó. Seguía hipnotizándolo. Protagonizó algunas escenas que se quedaron grabadas en la memoria. Como aquella actuación en el programa de Iñigo, “Esta noche, fiesta”, (1979), donde se le perdió un pendiente y se puso a buscarlo en el escenario mientras la guitarra seguía sonando. “No sé pero no se puede perder. No, eso no es… Bueno, ustedes me lo vais a devolver porque mi trabajito me costó”.
Entre amores, desfalcos, palmas y alegrías, se mantuvo siempre erguida la leyenda de “La Niña de Fuego”, “La Salvaora”, “La Zarzamora”, “La Faraona”, “La Lola de España”. El New York Times (1979) escribió con motivo de su actuación en el Madison Square Garden: “No canta ni baila, pero hay que verla”.
En esos primeros años 90, aparte de sus galas, estuvo muy activa en las televisiones, con programas como “El tablao de Lola”, “Sabor a Lolas” (junto a Lolita) y “El coraje de vivir”, por el que cobró cuarenta millones de pesetas. Antes, en mayo de 1990, recibió un homenaje en un gran teatro de Miami, con actuaciones de artistas españoles e hispanoamericanos, desde Rocío Jurado a Raphael, José Luis Perales, El Puma, Olga Guillot, Celia Cruz, su marido y los tres hijos… más Julio Iglesias, que muchos pensaban era el anfitrión de la gala.
Después de haber rodado 33 películas, 10 de ellas en México, se quejaba en 1984 en el programa de televisión La Clave, del recordado José L. Balbín:
—“Se creen que solamente canto y bailo y que soy temperamental. Tengo algo más adentro: que nadie ha dicho vamos a hacer una Irene Papas, un papel nada más, aunque sea así de cortito”.
Una de sus grandes luchas fue el cáncer de mama que la llevó a la tumba y con el que peleó a lo largo de 25 años sin consentir que le extirparan el pecho. Se refería al cáncer a menudo como “el hijoputa”. La otra gran batalla fue la adicción a la droga de su hijo. Antonio fue otra víctima de las miles que se llevó la heroína entre la generación de La Movida, en la España de los ochenta y los noventa.
—“Era una pantera negra, que no vivía, que no dormía— confesó en una entrevista radiofónica. —Yo iba pa’l manicomio. Una inocentada de un niño que lo tenía todo y quiso saber lo malo. Pero yo estaba ahí. Estábamos todos ahí. Pero yo supe, con cariño, con amor, sin riña, preguntándole, hablándole, dejándolo llorar… hasta que confesara: sí mamá, yo no quiero esto. Cuentan que un día agarró al hijo, lo llevó hacia una ventana abierta y le dijo:
—Si tú quieres matarte, vamos a tirarnos por esa ventana los dos juntos.
Y que Antonio llorando le pedía, “no, mamá, no”.
Lola Flores murió a las cinco menos veinte de la madrugada del 16 de mayo de 1995; a los 72 años. Su hijo falleció también 15 días después, a los 33. Y cuatro años más tarde el Pescaílla en 1999, a los 73 años.
Con todos ellos se fue una parte de España. Pero su memoria perdura como si fueran de la familia, de nuestra familia.
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