Bienal de Flamenco

Lea el texto íntegro del Pregón de la Bienal de Flamenco 2022

Laura García Lorca, en un momento del Pregón.

Laura García Lorca, en un momento del Pregón. / Claudia Ruiz caro / archivo gráfico bienal de flamenco

Estoy rodeada hoy, como por suerte lo he estado siempre, de personas que de verdad saben de flamenco; y por eso voy a hablar de mi experiencia personal, no por hablar de mí, sino de la memoria y de la historia. Una memoria inseparable del exilio a consecuencia de la Guerra Civil, que llevó a mi familia materna y paterna a Estados Unidos. Quiero contar cómo el flamenco estuvo tan vivo en un piso de Nueva York en el que convivimos cuatro generaciones de españoles, todos andaluces.

Probablemente la primera música que oí fue esta nana en la voz de mi madre:

Pajarillos del monte,

que habéis comido,

sopita de la olla

agua del río.

Creo que este recuerdo de niña me condicionó y me volvió una aficionada exigente con la música, y también con las letras, para toda la vida.

En la casa donde nací en Nueva York había pocos discos, y ponerlos era peligroso. Había que enchufar una caja abombada color café con leche y conectarla a un transformador, una pequeña estación térmica que se ponía al rojo vivo. La corriente de nuestro piso era AC/DC, que no sé lo que significa más allá del riesgo que suponía enchufar cosas, por lo que nunca me extrañó, en cambio, que un grupo de heavy metal se llamara así.

Entre los pocos discos, el más oído era la Antología del cante flamenco. Es seguramente el primer disco que oí en mi vida. Venía en una caja de tela negra con una reja con azulejos de imágenes del campo, un pueblo, algunas figuras.

Ese disco de 1955, maravilloso, raro y tan cercano, impone una clase de sonido del que no te puedes alejar mucho, porque sabes que es importantísimo, extraordinario.

De ahí salía una nana cantada por Bernardo el de los Lobitos que a mi padre le gustaba especialmente.

A dormir va la rosa

de los rosales

a dormir va mi niño

porque ya es tarde

Este niño cuando duerme

Lo guarda un ángel

Que le vela su sueño

como su mare

Una voz que levantaba la cabeza triste de mi padre de su mesa de trabajo en la sala. Quiero pensar que esa voz, tan lejos de su casa y de la vida que había imaginado, le servía de consuelo.

Me encuentro ahora intentando articular lo que me sonaba como un balbuceo que daba voz al silencio y la pena de la casa, y al mismo tiempo el alivio y la maravilla que producía esa voz nuestra sonando sobre el río Hudson.

Es decir, el flamenco para mí nace de un piso de Nueva York, probablemente la música primera que oigo. E imagino a mi padre recordando a la persona a la que más le gustaba el flamenco y el que más sabía de toda la familia. El que faltaba.

Al morir mi padre, ya de vuelta en Madrid en el año 1976, mi madre, mi hermana Isabel y yo encontramos en el fondo de un cajón de su escritorio un sobre con unos cuarenta poemas escritos por él que no había enseñado a nadie. En ese momento pude leer lo que había intuido de una ausencia que pesaba sobre él. La vi en este poema escrito en los años 40 en Nueva York.

DE PRONTO

El pájaro en la rama

y de pronto no estaba.

El árbol en silencio

pero de pronto el viento.

La tarde está en mis hombros

y de pronto yo solo.

Un pájaro en el viento

me trae tu recuerdo.

Y creyendo estar solo.

de pronto yo miraba

con la luz de tus ojos.

Ahora un salto. A finales de 1994, llegué a Granada a dirigir la Huerta de San Vicente. No conocía prácticamente a nadie en la ciudad, sí a Enrique Morente entre los muy pocos, por haberlo oído cantar en Madrid varias veces y haber ido a saludarlo. Enseguida él y su familia me acogieron en su vida, como lo hizo también Jaime Heredia el Parrón y la suya con Rosa y Felipe. Sé la suerte y el privilegio que es haber tenido tan cerca la amistad de estos artistas y su cante. El primer concierto que organicé como directora de la Huerta de San Vicente fue de Enrique Morente con Tomatito. Vino mi tía Isabel García Lorca, la pequeña de los cuatro hermanos, persona inteligente, de gran exigencia y poco dada al elogio. Su cara al final del concierto me tranquilizó. Si llevaba cosas como esa a la Huerta, íbamos bien.

En uno de los muchos ratos que compartí con Enrique, le regalé el libro de poemas de mi padre publicado por la Editora Nacional. Al día siguiente me llamó para preguntarme de esa manera tan suya: mira, Laura, ¿a ti y a tus hermanas os molestaría que yo cantara y estropeara un poema de tu padre? De pronto fue el poema que había elegido, con su finura e intuición tan certeras. Es una de las muchísimas cosas que le tengo que agradecer a Enrique. Era de esos que sólo con estar cerca te enseñan.

Pasan los años en Nueva York y van saliendo más músicas de ese particular cuarto de estar de 448 Riverside Drive donde han convivido cuatro generaciones: dos bisabuelas, los abuelos Gloria Giner y Fernando de los Ríos, varias veces ministro de la República y Embajador en Washington hasta el final de la Guerra, rondeño y también aficionado al flamenco, mis padres Laura de los Ríos y Paco García Lorca, mis hermanas Gloria e Isabel y yo.

Como ya he dicho, nosotras hemos nacido allí y nuestra primera música fue una nana andaluza. Y además, desde muy pronto empezamos a cantar canciones populares de toda España. Esa afición rara es propia de nuestra familia. Nos llega por las dos vías. Por un lado, la de la Institución Libre de Enseñanza, que hizo una labor de conservación del folclore mezclada de gusto y deber. Por otro lado, la de los García, ligada a ese mundo, pero quizás más pegada de manera natural a los cantes populares de Granada, y siendo muy conscientes, también, de la necesidad de guardar ese tesoro.

Crecimos en unos años, los cincuenta y sesenta, donde en Estados Unidos la música popular o folk tenía muchísima fuerza y presencia como arte, como política y como elemento de unión y fiesta. Cualquiera aprendía unos cuantos acordes para acompañarse a la guitarra. Al volver a España nos extrañaba que sólo las músicas que gustaban eran las americanas, del norte y del sur, y la española que cantábamos producía, si no rechazo, extrañeza. Tardé en entender que aquella reacción tenía que ver con la apropiación de esas músicas por el franquismo a través de la Sección Femenina de la Falange y sus Coros y Danzas. El daño que eso hizo ha sido grande y duradero, y me alegra ver cómo hoy vuelve, desde otra perspectiva contemporánea, a ser simplemente música buena.

Otra vez con Enrique vuelvo al asunto de la música popular. Yo le había cantado todas esas canciones que aprendimos de mis padres y mi abuela en Nueva York. Un sábado, sobre las once de la mañana, hora rara, me vino a buscar a casa y me dijo que bajara, que estaban todos en el coche esperando para llevarme a Armilla. Llegamos a un estudio de grabación, se sentaron él y la Pelota y los niños, me metió en la cabina con unos cascos y me dijo, “ahora canta todas esas canciones que te sabes”. Como siempre, acertaba en saber que eso era importante y que no se debía perder.

Me he desviado por aquí, porque es difícil separar una música de toda la música, aunque las diferencias sean grandes. Y estas dos, el flamenco y la música popular, salían de una casa española en Nueva York. Queda una libreta negra de hule de transcripciones hecha por mi madre de casi todas las canciones, con acordes de guitarra añadidos por una amiga suya.

Pero sabíamos que aquella otra música, el flamenco, no nos era dada, que era muy difícil, que pertenecía a otro ámbito, tanto que tenía un elemento casi sagrado.

Tengo que agradecer el haber empezado mi vida oyendo esta música, el flamenco, que me lleva a seguir el hilo de lo hondo en otras músicas y otras voces que busqué y seguí, como las de Bob Dylan, Janis Joplin, Jimi Hendrix, Om Kalsoum, María Teresa Vera, Patti Smith, Otis Redding, Aretha Franklin, o Chavela Vargas. Otra suerte de esa costumbre de buscar lo jondo es que nos lleva a arrimarnos a quienes sospechamos que siguen ese camino, o a ese ángel que velaba nuestro sueño en las nanas.

Vuelvo a Nueva York al año 1961. Mis padres y mi abuela Gloria, los tres profesores en distintas ramas de la Universidad de Columbia, nos llevan a oír conferencias cuando no tienen con quien dejarnos. Pueden imaginar el tedio para una niña pequeña oír hablar de Persiles y Sigismunda, por ejemplo. Pero un día de 1961, ante mi asombro, la conferencia que presentaba mi padre tenía lugar en el teatro de la Universidad. Allí salió al escenario y dijo que tenía el gusto de dar la bienvenida a un señor que se llamaba Vicente Escudero. Esto ya era otra cosa. Qué interesante ver a ese señor tan serio bailar tan serio y tan bonito. Muchos años más tarde vería el reflejo de esa figura fascinante en el extraordinario Mario Maya, para mí un artista más allá de todo lo que he podido ver en baile, incluyendo quizás a Nureyev. También vi la huella de Escudero en otros más jóvenes, Israel Galván, Javier Barón y quizás, también, contradiciendo la idea de “bailar en hombre”, en Rocío Molina.

Ahora, ocupándome de la programación del Centro Federico García Lorca de Granada, al que hemos trasladado todo el archivo de la Fundación desde la Residencia de Estudiantes, he tenido la suerte de contar con Pedro G. Romero para comisariar una gran exposición sobre ese genial bailarín y artista. Quién me lo iba a decir en el año 1961, viendo fascinada los gestos y palabras de aquel hombre.

He tardado un poco en nombrar el lugar en el que estamos. Le temo a la emoción y al peso añadido de decir estas palabras en Pino Montano, con todo lo que significó para mi tío Federico. Lo nombro por primera vez, aunque está en estas cuantas hojas desde la primera palabra, como lo estaba en la forma de oír flamenco de mi padre.

Aunque no sé si es exacto, he oído contar cómo una noche de invierno del 27, reunidos aquí oyendo a uno muy bueno cantar por soleares, Federico le dijo a Ignacio, “muy bien, pero el que me gusta de verdad es Manuel Torre”. Ignacio sonrió y le dijo, “a ver si puedo hacer algo”, y lo fue a buscar su chófer a una venta cercana donde sabía que estaba cantando. Y así llegó su favorito a encender la noche. El “que tiene tronco de Faraón”.

Quién hubiera estado con ellos. Ni que decir tiene la amistad y admiración de Federico por Ignacio, a quien dedicó una de las elegías más extraordinarias de todos los tiempos.

Pero estamos en plena celebración de los cien años del Concurso de Cante Jondo, en la que esta Bienal de 2022 se integra de modo natural. Desde la Fundación en el Centro Federico García Lorca de Granada hemos contribuido con la exposición de Escudero de la que acabo de hablar, y en unas semanas con un concierto de Rafael Riqueni con Jaime Heredia el Parrón, y más tarde con La Tremendita.

Más allá de lo que se ha discutido sobre las carencias y aciertos del Concurso, creo que nadie puede dudar de que la huella de lo que pasó durante aquellas noches en el patio de los Aljibes de la Alhambra está en el flamenco de hoy.

Basta con acudir a la conferencia «Importancia histórica y artística del primitivo canto andaluz llamado cante jondo» que dio Federico García Lorca el 19 de febrero de 1922 en el Centro Artístico de Granada, con la colaboración del guitarrista Manuel Jofré.

Es una pieza central en el mosaico de ideas y actividades que emprendió Federico por esas fechas en torno al flamenco.

Así le escribía en agosto de 1921 a su amigo, amigo también de Falla, el musicólogo Adolfo Salazar:

Además (¿no sabes?) estoy aprendiendo a tocar la guitarra; me parece que lo flamenco es una de las creaciones más gigantescas del pueblo español. Acompaño ya fandangos, peteneras y er cante de los gitanos, tarantas, bulerías y romeras [¿]. Todas las tardes vienen a enseñarme El Lombardo (un gitano maravilloso) y Frasquito er de la Fuente (otro gitano espléndido). Ambos tocan y cantan de manera genial, llegando hasta lo más hondo del sentimiento popular. Ya ves si estoy divertido.

Y el 1 de enero de 1922, refiriéndose a su nuevo trabajo poético:

[…] ahora pongo los tejadillos de oro al Poema del cante jondo […] Es una cosa distinta de las suites y llena de sugestiones andaluzas. Su ritmo es estilizadamente popular, y saco a relucir en él a los cantaores viejos y a toda la fauna y flora fantásticas que llena estas sublimes canciones. ºEl Silverio, el Juan Breva, el Loco Mateo, la Parrala, el Fillo…y ¡la Muerte! Es un retablo… es… un puzzle americano, ¿comprendes? El poema empieza con un crepúsculo inmóvil y por él desfilan la siguiriya, la soleá, la saeta, y la petenera. El poema está lleno de gitanos, de velones, de fraguas, tiene hasta alusiones a Zoroastro. Es la primera cosa de otra orientación mía y no sé qué decirte de él… ¡pero novedad sí tiene! El único que lo conoce es Falla, y está entusiasmado...

 En la conferencia habla de cómo en España el cante jondo se oye en todos los músicos anteriores y de su presente: Albéniz, Granados, Pedrell, Falla y la «novísima generación» de los Adolfo Salazar, Roberto Gerhard, Federico Mompou y Ángel Barrios, quienes «dirigen actualmente sus espejuelos iluminadores hacia la fuente pura y renovadora del cante jondo y los deliciosos cantos granadinos, que podrían llamarse castellanos, andaluces».

Se para especialmente en las letras del cante y en su poder de evocar lo esencial: «Es un canto sin paisaje y por lo tanto concentrado en sí mismo, y terrible en medio de la sombra, lanza sus flechas de oro que se clavan en nuestro corazón».

Y después dice:

Las más infinitas gradaciones del Dolor y la Pena, puestas al servicio de la expresión más pura y exacta, laten en los tercetos y cuartetos de la siguiriya y sus derivados.

No hay nada, absolutamente nada, igual en toda España, ni en estilización, ni en ambiente, ni en justeza emocional.

Las metáforas que pueblan nuestro cancionero andaluz están casi siempre dentro de su órbita; no hay desproporción entre los miembros espirituales de los versos, y consiguen adueñarse de nuestro corazón, de una manera definitiva.

Causa extrañeza y maravilla cómo el anónimo poeta de pueblo extracta en tres o cuatro versos toda la rara complejidad de los más altos momentos sentimentales en la vida del hombre. Hay coplas en que el temblor lírico llega a un punto donde no pueden llegar sino contadísimos poetas.

Cerco tiene la luna,

mi amor ha muerto.

En estos dos versos populares hay mucho más misterio que en todos los dramas de Maeterlinck, misterio sencillo y real, misterio limpio y sano, sin bosques sombríos ni barcos sin timón, el enigma siempre vivo de la muerte.

En los versos del Poema del cante jondo logra transformar los materiales del cante a la luz de la poesía de vanguardia.

Como por ejemplo en este poema, «Café cantante», donde se condensan las actuaciones –cante, toque, baile– de las que vamos a disfrutar en las próximas tres semanas:

Lámparas de cristal 

y espejos verdes. 

Sobre el tablado oscuro, 

la Parrala sostiene 

una conversación 

con la muerte. 

La llama, 

no viene, 

y la vuelve a llamar. 

Las gentes 

aspiran los sollozos. 

Y en los espejos verdes, 

largas colas de seda 

se mueven.

Me falta todo el conocimiento, pero espero que el amor y la gratitud a este arte al que me he seguido acercando desde que me pude alejar de aquel tocadiscos ardiente, dé sentido al honor que se me concede confiando en mí el pregón de la Bienal de Sevilla. Teniendo confianza en el hilo tan fino y fuerte que me une, como a tantos, al flamenco.

Muchas gracias.

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