Los cuerpos adultos se rozan y sudan al ritmo de la música electrónica en un after parisino. Planos cortos en las texturas analógicas y rugosas del 16mm. Las miradas furtivas se cruzan entre rayas de coca, tragos de alcohol y charlas intrascendentes. Una chica (Louise Chevillotte) invita a un chico (Majd Mastoura) a salir del local e ir a su casa.

El primer y sucinto largo de Anthony Lapia apunta a las maneras sensoriales de un cine en busca de esa pulsión netamente contemporánea del tiempo extra de la jornada semanal, las rutinas y danzas de la desconexión. Empero, su experimento formal encierra también una narrativa mínima por la que se cuelan, en montaje paralelo, la política, la diferencia de clases, la inmigración, el racismo, la uberización o la necesidad de una nueva revolución en fundido a blanco.

A Lapia le bastan 65 minutos para encabalgar el tecno con Bach, para transitar del contoneo y el caos del grupo desinhibido a la intimidad de la pareja deseante aún con interés por escucharse o llamarse al día siguiente. Casi un esbozo de película, After es tan hija de su tiempo como de ese cine (francés) más interesado en filmar cuerpos, rostros y gestos que en contar historias.