República de las Letras

MERRY CHRISTMAS

Merry Christmas, me saludó Carlos, como propuesta de liberación para vivir nuestra incipiente adolescencia

Siempre recuerdo la Navidad en mi barrio al anochecer. El ocaso rojo y ocre se vestía poco a poco su traje de noche, azulado y violáceo, y elevaba sobre los pobres terrados del barrio obrero reverberos de cal de los muros y de azulete de los tenderetes, resolvía sombras de hollín en las chimeneas y apagaba el jabelgo rosado de la torre de la Iglesia en torno a las graves, sempiternas campanas. Abajo, por las calles de tierra, unas pocas bombillas incompetentes. Aún no pendería el titilo inocente y secular de las estrellas. Hora mágica, solitaria. La fría tarde recorrida en apenas doce callejas, ni un niño, ni una vieja tapándose la boca con su mantón en la tarde arrecida del invierno recién declarado. Y la Navidad era pobre: mantecados envueltos en papel seda, peladillas, piñones, higos, pasas... Y anís, sobre todo, anís. Aquellas navidades no necesitaban de encantos ajenos, tenían los suyos propios: mi madre hacía un par de pollos rellenos, mi padre compraba una caja de mantecados y siempre llegaba tarde a cenar, y mi abuela cantaba sus villancicos picantes para regocijo de todos.

Un año, cuando Carlos y yo nos vimos, él me saludó:

-Merry Christmas.

Me hizo tanta gracia que aún no se me ha olvidado: ¡qué sabríamos nosotros de inglés! La música nos había enseñado que Beatles, por ejemplo, no se pronunciaba tal cual. Pero ¡qué sabíamos de inglés! Aquel saludo significaba que el mundo se había hecho aún más grande para nosotros, que ya empezábamos a vernos incómodos en las celebraciones familiares navideñas y que deseábamos salir de nuestra niñez para vivir nuestra incipiente adolescencia:

-Merry Christmas- refrendé la velada propuesta de liberación.

Y nos fuimos a felicitar en sus casas a otros amigos del barrio. Era costumbre el día de Navidad poner en la entrada, sobre la máquina de coser, o sobre la mesa de camilla, una bandejita o un plato con unos mantecados y una botella de Anís del Mono, La Castellana o La Asturiana -dulce, naturalmente-, para invitar al que viniera a felicitar las Pascuas, como nosotros aquel día. En cada casa, la madre correspondiente nos acompañaba y reía nuestras gracias, nuestra picardía exenta de maldad. Al cabo de aquellas visitas quizá no era ya hora de nada, pero andábamos con risas y bromas, entonados por el anís, copita va y copita viene, de casa en casa, recogiendo a los amigos para ir a…, ¿a dónde, que se nos había olvidado?

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