Comunicación (im)pertinente

Francisco García Marcos

Pesadilla real

El medio día en la lejana Arabia es afilado, tanto que se diría capaz de rapar una barba enjuta. Después de copioso yantar, Campechano I sosegaba su venerable panza a la sombra de una palmera. Se aflojó el cinturón y, roncando como un camello fofo, su majestad demérita pronto cogió el sueño reparador, gratificado por las noticias que le llegaban de su lejano y abandonado reino. Aunque habían tratado de encausarlo, ni más ni menos que a él, los escribanos del Santo Oficio se habían visto obligados a deponer su estrafalario propósito. Eso sí, para ejemplar escarnio, habían dispuesto escribir todos los delitos por los que no podían juzgarlo. Se habían dedicado a airear sus supuestas causas, detallando sus cuentas opacas, las cuantiosas cantidades de extraña procedencia, los asuntos prescritos y hasta los que eran imposibles dada su inviolable condición; fruslerías ya conocidas sobradamente por sus súbditos. Una pérdida miserable de tiempo que no le restaban afectos fieles, a él, tan donoso y simpático. Abandonado en la modorra gratificante, Campechano I surcaba los mares calmos de Arabia, con su gorra de marinero, disputando una de sus queridas regatas. Cuando se avistaba la meta final, surgió de repente una nave con pabellón británico. Mal agüero, por más que tuviera por aquellos lares parentela. El fatídico presagio se cumplió de inmediato. Los corsarios británicos abordaron su real yate. Sin mediar ni palabra ni dilación, el capitán desenrolló un legajo que leyó en voz alta, a modo de proclama. Los alguaciles de la Pérfida Albión lo reclamaban para comparecer ante la justicia. A estos les daba igual su real condición, los lazos familiares, el que fuera un ungido por la corona. Campechano I se vio cargado de cadenas, forzado a remar en una galera hasta el final de sus malhadados días. Camino de las bodegas del galeón sajón, despertó de su mal sueño bajo la palmera. Se miró apresurado las muñecas y los tobillos. No había ni rastro de grilletes. Decidió que era imprudente la idea de volver a Europa para darse una vueltecita, saludar amigos y correrse alguna juergecilla. Se tomó unos tragos para olvidar el mal rato, volvió a aflojar el cinto y recobró el sueño interrumpido. Cuando, finalmente, los sarracenos lo entregaron completamente ebrio a los corsarios británicos no sintió nada. Es más, al ver a su adorada Corinna al otro lado de la sala, pidió un rifle para cuando llegaran los elefantes.

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