La Rambla
Julio Gonzálvez
Ya estamos en diciembre
El GPS hacía tiempo que andaba en bucle. Redirigiendo indicaba. Imposible llegar a ningún sitio, menos en hora. Giraba como una peonza sobre sí misma y el laberinto tenía más musgo que el del Fauno. Perdida, sin encontrar el cartel de salida, avanzando para terminar en el sitio del comienzo, las fuerzas flaqueaban. No tenía espacio ni para tirar la toalla. Mi cuerpo apenas soporta la carga dos kilos arriba del peso de un saco de cemento, pero, a pesar del agotamiento, debía permanecer erguida, de pie. Volteaba a la izquierda, 30 metros a la derecha, de nuevo a la zurda. Terminé hastiada. La carga de los ojos era más que la de las piernas. Resignada a permanecer insensible, aséptica. La temperatura de mi corazón tenía menos grados que el congelador de Martín el de los Polos. Los WhatsApp encadenados colapsaban la bandeja de entrada. Cortas y pegas impersonales e insensibles, aunque todos cargados de los mejores deseos para el comienzo de un año par, seguro buenísimo. La tos perruna de mi padre no presagiaba, sin embargo, un buen final para el que llegaba a su término, ni mucho menos auguraba un inicio esplendoroso del que estaba a punto de estrenarse. Aguardando el apocalíptico vestuario de la Pedroche, las uvas ya estaban preparadas. Contestaba con otro ligado de forma automática. El ventolín hizo algo de efecto y dejamos de escuchar el ruido atroz de los pulmones atrofiados. Desde el sillón de enfrente lo miraba de reojo, tensionada. Faltaba una hora escasa para las campanadas. Se hizo el silencio. Intentaba hacer balance de lo experimentado en esos meses. Mejor permanecer en el presente, era el regalo. Miré el terminal y lo intuí. Estaba ahí, entre la multitud de caracteres, fotos absurdas y memes más incoherentes que las propias instantáneas. Logré visualizar algo diferente. Su piel, pintada. Su olor, a futuro. Su prosa, a ilusión. Bajaron los cuartos y con los fuegos artificiales de las doce, volví a ser Cenicienta. Se cayó el zapato sobre la alfombra y felicité el año. De otra forma, en paz, sin percibir que escribía sonriendo a lo grande. No pretendía que me ajustara el tacón, solo que me ayudase a caminar. No buscaba que el icónico estileto de cristal encajara, sería forzarlo. Se adhirió solo, como un imán al talón a pesar del antagonismo. Compactó de inmediato. Avanzar con el compañero adecuado es deslizarse sin miedos a descubrir el mañana. Cuando aparece, no necesitas escarpines, descalza puedes recorrer cualquier distancia a pesar de que el navegador esté desconfigurado. Con R de Reina.
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