Sorolla en Granada

La sensación de ser algo vivo y cambiante, en perpetuo movimiento, tan natural y seductor

En este recién estrenado año se cumple un siglo del fallecimiento de Joaquín Sorolla y Bastida, el más importante pintor español de su época, a caballo entre los siglos XIX y XX. Se anuncian muchas exposiciones y actividades a lo largo y ancho de la geografía patria, no solo en Madrid o en Valencia, su tierra natal. Sorolla es muy querido en toda España pues viajó incansablemente por nuestras regiones captando las luces de cada lugar, dando una visión poética donde el color y la pincelada voluptuosa, sensual y sensorial, alcanzan cotas nunca vistas con anterioridad en la pintura española. Sorolla representó con idéntica fortuna las brumas del Cantábrico, la grandeza de Castilla o el sol del Levante y Andalucía. Sus campañas pictóricas le dejaban exhausto; con frecuencia empalmaba varias seguidas, recorriendo ciudades cercanas. Esta intensidad, tan emotiva y turbadora, que le permitió alumbrar una obra colosal y extensísima, afectó gravemente a su salud, quedando parapléjico e imposibilitado a los cincuenta y siete años. Descubrí esta grandeza de Sorolla pintando del natural paisajes y jardines en una exposición celebrada en Granada en los noventa, donde se exhibían un gran número de obras ejecutadas por el pintor en sus campañas en la ciudad en 1909, 1910 y 1917. En total, Sorolla estuvo en Granada unos veinticinco días y pintó cincuenta cuadros de respetables tamaños. Algo asombroso, deslumbrante, que me marcó para siempre como pintor. Desde entonces me dejé influir por esta forma de trabajo y todo mi paisaje lo he hecho plantando el caballete frente al motivo, luchando contra lo efímero de la luz solar, intentando capar su belleza cambiante. La semana pasada repetí la experiencia con la colaboración del Patronato de la Alhambra y pude instalarme, a modo de homenaje, en los lugares sorollescos del monumento para volver, una vez más, a mi diálogo interior, íntimo, con la obra del gran valenciano. Y constaté, de nuevo, que Sorolla incluía en un mismo cuadro y en una misma sesión varios estados diferentes, pintando cada zona de la obra con las distintas luces que se suceden en el lapso de dos o tres horas. Incorporaba con naturalidad a un mismo cuadro los cambios lumínicos, climatológicos y atmosféricos que sobre la marcha le sorprendían. Esta forma de trabajo es la que determina la intensidad emotiva de sus imágenes, la sensación de ser algo vivo y cambiante, en perpetuo movimiento, tan natural y seductor. Sorolla plantea el cuadro arrebatado y el espectador, atrapado y arrobado, lo termina.

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