Una ciudd descorazonada

19 de julio 2025 - 03:07

Unas diminutas gotas de sudor surcaban su frente, discurriendo por su mejilla como un microscópico arroyo hasta caer en cascada sobre el folio en el que clavaba la vista. Acababa de hacer un esquema de los temas sobre los que versaría el examen del día siguiente. El zumbido del pequeño ventilador le recordaba al silbido de un mosquito. La pantalla del móvil se iluminó, eran los mensajes de sus compañeros recordando que habían quedado a las 10. Se enjugó el sudor, y después de una ducha rápida salió a la calle. Las aceras aún desprendían un calor intenso, suavizado por el aire de la noche que empezaba a refrescar el ambiente. Los bares y cafeterías de la ciudad bullían de gente en sus coquetas terrazas tenuemente iluminadas, deseosa de respirar por fin el aire fresco de la noche. Llego al lugar concertado, sus compañeros habían conseguido una mesa y lucían en sus manos jarras de cerveza fría que mostraban su color ambarino a través del cristal escarchado. Carmeli ostentaba un blanco bigote de espuma sobre su labio superior, mientras Carlos casi se atraganta al volcar el botellín semi congelado sobre su boca exageradamente abierta. Una vez destensados, calmada la sed y los nervios, siguieron el rito no escrito, de acabar la escapada en “Los Italianos”. Las calles inundadas de gente, llenaban de vida la noche de la ciudad, hasta el punto de recordar la Puerta del Sol una nochevieja cualquiera. Volvieron pronto a casa, el examen lo tenían a primera hora de la mañana y había que descansar para estar lúcidos. Hoy por fin volvió a su tierra, sentir sobre su piel el aire húmedo del mar, que tanto denostaban otros, a ella le parecía gloria bendita. Lo primero que hizo fue dirigirse a la Puerta Purchena, tocaba un americano bien frío. Cuando llegó allí, un escalofrío le recorrió la espalda, sintió un dolor lacerante al enfrentarse a un centro desolado, sucio y vallado. Tiendas vacías, bares cerrados y una ausencia total de vida, le sugirió la imagen de una ciudad descorazonada. Unas diminutas gotas de sudor surcaron su frente, discurriendo como un microscópico arroyo por su mejilla, hasta caer en cascada sobre los adoquines de mármol travertino, que yacían indolentes entre la maquinaria adormecida por el sol abrasador de la jornada, un espejismo en un desierto vacío.

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