Libertad Quijotesca
Irene Gálvez
La estela de Horemheb
El otro día en mi ventana asomó un atardecer rojo como un borbotón de amapolas, idéntico a aquel que desvendó los entresijos de cuarenta años sin palabras, que situó la saliva en el centro frente a la hipocresía forzada de tantos años de silencio. Recuerdo aquel gozar que fue como pólvora de traca y las cosas que pasaron envueltas en palabras, que guardo como un tesoro.
Recuerdo que las ventanas empuñaban claveles blancos y el supermercado de la esquina regalaba rosas rojas al entrar. Recuerdo aquel auto con altavoz anunciando el futuro y la gente aplaudiendo a su paso y el abrazo de mi madre y la mirada de mi padre y cómo me apretó contra su pecho aquel maestro republicano de mi pueblo que vestía siempre de luto.
Recuerdo todo eso no por recrearme en la nostalgia sino porque es mi forma de decir que no me puedo callar, que fue una época aquella de la transición democrática que reivindico para mí en los años finales de los setenta, también basada en la amnistía, que compartí con una generación política que supo decir sí, tan distinta a la de hoy.
Por eso no comparto ese vicio excluyente de los que exhiben con descaro la doblez e inconsistencia de sus acciones y se reivindican con la bandera de España para vestir mejor su arrogancia. Una arrogancia que empañan, con sus dogmas y anatemas, la generosidad de una hermosa palabra: amnistía. Pero no, hunden su verdadero significado político, reconciliación, con el ruido de fondo de likes y bulos cargados de mentiras, y olvidan que la legitimidad política de la amnistía del 77 arrastraba delitos infinitamente más graves que la amnistía de 2024 a los espantajos catalanes que ensoñaron el “procès” del 17.
Por eso recuerdo aquellos días como si fueran un tesoro. No por perseverar en la tristeza sino porque ignoro qué viento acompaña este tembladal en el que todos los avances democráticos son enfangados por tahúres de la política. ¿Con qué complicidad se acoge tanta torrencialidad verbal, tanto leviatán político que arrastra tanta demagogia tan barata, tanto ruido, tanta miseria formidable y tanta riña entre tanta “gente de bien”?
Aquel país de hace cuarenta y siete años tuvo sentido porque aquella generación, la mía, tuvo la inteligencia y la generosidad necesaria como para hacer algo. Quizás en medio de tanto mensaje desquiciante convenga recordar a quienes temen que se deshilache este país por causa de la amnistía que, entre el ser y la nada, el diálogo y la gestión son los únicos certificados válidos que dictan las reglas del juego de la política, aunque luego la realidad sea igual de inútil, igual de necesaria, igual de cerval.
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