La colmena

Magdalena Trillo

mtrillo@grupojoly.com

hora de sestear

Gracias al cambio climático, los españoles hemos pasado de ser unos vagos a convertirnos en unos visionarios de la siesta

No es nostalgia; son las magdalenas de Proust que nos van delineando a su capricho. Me recuerdo pequeña. Muy pequeña. En esos veranos tórridos en los que hervían las calles. Solo los ricos del pueblo tenían piscina; los demás, nosotros, a dormir la siesta. Porque hay horas en las que, antes y ahora, con y sin cambio climático, solo se puede resistir. Deambular.

Mi padre trabajaba en la obra. Entonces no se había inventado la jornada intensiva pero el sábado siempre daba un respiro. Me tocaba acompañarle (sería tan díscola que mi siesta sería un alivio improvisado para mi madre) y me pasaba esos minutos interminables intentando acompasar mi respiración a la suya. Aguantaba tanto que me sentía desfallecer; iba tan lento que ponía la mano delante de su nariz, sibilina, para comprobar que no había muerto en el intervalo. No me pregunten por qué, pero ya en esos años pensaba en la muerte. Descubrí que había un final, la ausencia, antes de tiempo. Mi madre me llevó al médico de cabecera cuando me pasé varios días llorando en un sofá que teníamos bajo la escalera del cuerpo casa (algún día algún arquitecto tendría que explicar, a la humanidad, el sentido de tantos espacios inútiles en las casas de los pueblos) porque no me quería morir. No sola. Recuerdo explicarle al médico que el problema no era la muerte sino la soledad: “Niña, eres muy chica para preocuparte por esas cosas. Es verano, vete a la calle a jugar”.

Seguro que hoy hubiera acabado en el psicólogo con problemas de salud mental. Entonces me prescribieron, literalmente, vivir. ¿Se puede? No sé cómo pero creo que salí del agujero sin arrastrar ningún trauma infantil y convertida en una verdadera talibán de la vida. ¡Y de la siesta! Ahora que llegan las olas de calor al norte de Europa, hasta los alemanes se atreven a prescribirla. Antes echábamos una cabezadita porque éramos unos vagos y ahora somos unos adelantados del descanso vespertino por indicaciones médicas y productivas; físicas y psíquicas. No sé cuántos informes y estudios clínicos he leído en las últimas semanas. Del Instituto de Massachusetts a la University College of London pasando por la prestigiosa British Journal of Sports Medicine. Nos lo contaba hace unos días mi compañero Diego J. Geniz: “La siesta se hace europea”. Y los datos se multiplican corroborando cómo se sortean los riesgos sanitarios y se aumenta el rendimiento y la productividad. Todo esto es ahora; antes nos valía el sentido común. Ese que nos invitaba a replegar velas cuando explotaba el mercurio y nos prevenía de los excesos: sí al descanso reparador pero ¡cuidado con el modo Cela con pijama y orinal!

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