En mi jardín hace décadas que no cultivo el odio

17 de mayo 2025 - 03:12

Contemplaba extasiado el estallido floral, que como una explosión de color y aromas, había traído la primavera. El sonido de las tiernas hojas de los chopos, chocando entre sí empujadas por pequeñas ráfagas de viento, semejaban el batir del oleaje en un mar inexistente. De fondo, se escuchaba el discurrir de las aguas cantarinas por el cauce de un rio sediento, dando un toque de frescura a un ambiente cálido. Helios, aun misericordioso con esta tierra castigada, se mostraba magnánimo y acariciaba sin crueldad la floresta que emergía de ella. Nada perturbaba la paz del campo, salvo los trinos de los pajarillos que aleteaban sonoramente en sus nidos, pidiendo comida a sus padres. El huerto brillaba, sumergido bajo la pátina de agua con la que acababa de regarlo, y él disfrutaba anticipadamente de los frutos que pronto recogería. Le costaba salir de allí, sus hijos se fueron a estudiar fuera y nunca volvieron, salvo de visita. Su mujer y él, cerraron la casa del pueblo y se trasladaron a vivir a la finca en la que se habían criado, echaban de menos el canto de los pájaros, el olor a tierra mojada en los días lluviosos, el barro en las suelas de los zapatos, el aroma dulce de las flores, el zumbar de las abejas libando su néctar y el humo de la chimenea en los frío inviernos. Sentado en su sillón de medula, en el jardín de la finca heredada de su abuelo paterno, que se fue a hacer las Américas, pensaba que nada había en el mundo que diese mayor felicidad. Dejó sobre la mesa la taza de café que saboreaba bajo la sombra de una parra que cubría el porche con sus pámpanos translúcidos, y entró en la casa, le había parecido escuchar el sonido del teléfono. Su mujer se le había adelantado y había contestado ya, era su hija Berta que venía a dejarles los niños el fin de semana, tenía compromisos profesionales que no podía desatender. Pensó en cuál de los dos estaba en lo cierto, si él cultivando hortalizas en aquel paraje insólito, o su hija ganando un dinero que le impedía disfrutar de sus hijos. Como no tuvo respuesta, volvió al huerto en el que cultivaba de todo menos el odio, y se dispuso a preparar los cestillos en los que sus nietos meterían todo aquello que recolectaran, fuese o no comestible. Una nueva ráfaga de aire cálido le trajo aromas de antaño, así que abrió el libro que acababa de empezar a leer y siguió disfrutando del placer que le procuraba la tierra, mientras que en su jardín, cuidado con amor, prosperaba todo menos el odio. Estaba convencido que eran certezas que solo se aprendían con la edad, él solo tenía que sembrar la semilla en sus descendientes.

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