Opinión

aNDRÉS cAPARRÓS

Locutor

Y lloverá sobre mis pasos

Así está siempre en mi memoria: sentado en una silla bajita de anea, a tres o cuatro pasos de la puerta de su casa, mirando hacia la mar que no podía ver porque un muro alto, vestigio de un vago pasado fabril, lo impedía. Y era como si sufrieran, separadas, las dos miradas azules; la mirada de los ojos azulesdel viejo pescador, y la mirada inmensa de azules y blancos que es la mirada de la mar.

Mi abuelo y sus hijos, tal vez ayudados por algún vecino, hicieron, noche tras noche, El Agujero, "El Agujero de La Frontera". La complicidad de la noche era fundamental; y trabajar con denuedo y en silencio; porque estaban cometiendo un delito. Lo era, robar las grandes piedras de la parte inferior del muro. Hicieron falta muchas noches negras para horadar aquella gruesa pared de tal manera que pudiera pasar una persona. Esas piedras fueron los cimientos de la pequeña casa que construyeron con sus propias manos, él, y Felipe y Antonio, sus hijos adolescentes.

Sí, aquel muro era una odiosa frontera. Separaba la parte más pobre y desatendida del pueblo, de la playa abierta donde quedaban varadas las pequeñas barcas cuando se tenía la certeza de que la mar podía ponerse de malas. Y, no, no había puerto en el que abrigarse. Era preciso bordear el muro, cosa que requería esfuerzo y un tiempo que, si se daba una emergencia en la orilla, podía ser decisivo. De manera que la noticia de que, por fin, Andrés, "El Rapao", y "su tropa" habían hecho lo que hicieron, corrió de casa en casa. En todas se celebró lo ocurrido como si de una gran victoria se tratara; al fin y alcabo, aquel paso abierto en el corazón del viejo muro, benefició, en mayor o menor medida, a todos losvecinos de Garrucha. ¿Qué vería mi abuelo mirando y mirando aquel agujero que llevaba a la playa? Yo lo observaba sentado junto a la pared, a su izquierda. Tan absorto estaba que no reparaba en mi. Su silencio, su profunda y extraña seriedad, apoyadas las pequeñas y huesudas manos en su bastón de caña india, bien puesta la gorrilla de modo que el sol no le hiriera más aquellos dos charquitos de cariño que eran sus ojos, toda su figura como de estatua estremecida de añoranzas, me sobrecogía. Quieto yo también, contenía mi impulso infantil de abrazarlo, pues me daba cuenta de que, estando él donde estaba, era menester dejarlo tranquilo. Recordando ahora aquellos momentos, puedo asegurar que mi abuelo veía el trajín del robo de cada piedra, el ardor y el orgullo de librar con sus hijos aquella pelea contra las adversidades de una vida tan dura. Había que dar de comer a una familia numerosa y la mar no daba para tanto. Diez hijos tuvo aquella mujer trabajadora, andariega, inteligente, rezadora y buena que fue Antonia, La Turrera, mi abuela. No faltaban risas; pero sobraban penas. Atento al agujero que fue su proeza, allí estaban siempre, la imagen del hijo que emigró a las américas, y el anhelo y la esperanza de que algún día volviera. Pero, no volvió. Se fue al ser de día. Con lo puesto y un hatillo, alguien lo vio quieto, enmarcado por El Agujero, diciendo adiós a su pueblo, su familia y su casa. Se fue con determinación a perseguir sus sueños. Con veinte años, sería capaz de llegar al fin del mundo. Aunque para ello tuviera que romper, o burlar, todas las fronteras.

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