Puede ser solo una percepción, puedo estar equivocado. Hoy no hablaré de certezas, sino de dudas, sensaciones, preguntas, de aquellos sentimientos que nuestras neuronas espejo a veces nos transmiten acerca de las personas que nos rodean. Puede que todas estas dudas no sean más que fruto de la edad, de que el tempo vital se desajusta respecto al de la juventud y los «nuevos tiempos». No soy de los que pienso que cualquier tiempo pasado fue mejor, ni tampoco que la juventud está cada vez peor. No creo que se estén perdiendo los valores o los principios. Soy consciente de que todas las épocas tienen aspectos positivos y negativos, además de que nuestra civilización no ha dejado de avanzar en determinados sentidos, mientras que otros se están dejando de lado. Así ha sido siempre y seguirá siendo.

Encuentro cada vez más jóvenes y adultos con un altísimo nivel de estrés, ansiedad, cansancio, desilusión… Lo veo en las clases, en la calle, al ir a comprar el pan por la mañana o al mantener una simple conversación con alguien. El ritmo de lo que hacemos se ha multiplicado en los últimos tiempos, facilitado sobre todo por las tecnologías, que al darnos la posibilidad de hacer el doble de cosas, nosotros nos hemos apuntado a hacer tres, cuatro, cinco… diez mil cosas, exprimiendo al máximo nuestra capacidad. ¿No era mejor cuando solo podíamos hacer una cosa, y luego otra? De nada sirve lamentarse. No hay vuelta atrás.

Encontramos ídolos de masas como Rafael Nadal que hablan de «generar», como si las personas fuéramos máquinas de fabricar cosas. Es una versión moderna del «tanto tienes, tanto vales». Si eres capaz de «generar riqueza» (eufemismo de ganar un pastizal), vales más, si no, vales menos. El valor de una palabra, de un gesto, de una conversación tranquila, de un paisaje, de una canción, de una mirada, de un paseo placentero en buena compañía… quedan en entredicho. No «generan» riqueza. No da dinero. No merecen la pena. Uniendo las dos ideas anteriores, creo que nuestra obsesión por «generar» ha dominado al ser humano. Actuamos como autómatas, como robots programados para que todo lo que hagamos «sirva» para algo. Mil extraescolares, mil clases particulares, competitividad absoluta en las notas, en los trabajos, en la calle. Hay que ser el mejor, porque si no, se cumplirá la maldición de Nadal... Quizá haya llegado el momento de que paremos el tren, antes de que descarrile.

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