La tribuna

La propiedad privada no puede ser una lotería

La propiedad privada no puede ser una lotería
D.A.
Felipe Múgica
- Empleado De Banca Jubilado Opi-Firma

Me preocupa —y mucho— la normalización de una situación que, en cualquier sociedad que aspire a llamarse adulta, debería ser impensable: que una persona pueda ver ocupada su propiedad y, a partir de ese momento, el Estado le responda con una palabra que suena a burla: “paciencia”.

No hablo desde el desprecio a los problemas sociales. Al contrario: cualquiera que mire la realidad sin vendas sabe que la vivienda se ha convertido en un drama, especialmente para jóvenes, familias con ingresos modestos y personas vulnerables. Pero precisamente por eso conviene distinguir con claridad entre dos cosas muy distintas: la necesidad y el abuso. Porque cuando se confunden, se termina ayudando a quien no lo merece y desprotegiendo a quien sí.

Una sociedad decente no puede trasladar el coste de sus carencias estructurales al ciudadano particular. Si la vivienda es un derecho que requiere políticas públicas —vivienda asequible, alquiler social, recursos para emergencias habitacionales— entonces el responsable de garantizarlo es el Estado, no el propietario al que se le pide que soporte en solitario un problema que no ha creado. Convertir al ciudadano en sustituto de la Administración no es solidaridad: es descarga de responsabilidad.

Además, existe un efecto que rara vez se menciona y que es devastador: el mensaje moral que se transmite. Cuando el que cumple la ley siente que su esfuerzo vale menos que la picaresca, la confianza se resquebraja. Y cuando la confianza se rompe, crece el miedo, la crispación y el repliegue. Muchos propietarios, ante la inseguridad, optan por no alquilar, lo que reduce la oferta y tensiona aún más el mercado. El resultado es perverso: normas y procedimientos que pretenden proteger acaban alimentando lo contrario.

Tampoco conviene ser ingenuos. Tras determinadas ocupaciones no hay solo precariedad: hay mafias, intermediarios, extorsión, alquileres ilegales y mecanismos organizados que explotan a los más débiles y convierten el conflicto en negocio. Y ese negocio florece con un ingrediente: el tiempo. Cuando los procedimientos son lentos y la respuesta llega tarde, se invita a repetir el abuso.

Por eso creo que la solución pasa por actuar con seriedad, no con eslóganes. Necesitamos rapidez y eficacia: procedimientos ágiles, coordinación real y ejecución efectiva. Y necesitamos también política de vivienda de verdad: aumentar oferta, apoyar el alquiler con garantías y atender la emergencia habitacional sin cargarla sobre los hombros del particular. Ambas cosas son compatibles; de hecho, son inseparables.

Defender la propiedad privada no es insensibilidad. Es defender una base mínima de convivencia: que el esfuerzo tenga recompensa, que la ley proteja al que cumple y que la solidaridad no se convierta en excusa para tolerar el abuso. Una casa, un piso o un local no son metáforas: son parte de la vida de quien los ha conseguido honradamente.

Ojalá dejemos de tratar este asunto como una batalla de consignas y empecemos a abordarlo como lo que es: un problema de justicia, de seguridad y de responsabilidad pública. Porque la compasión sin límites claros puede terminar siendo injusticia para el vecino.

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