La dignidad resulta una entelequia versátil en una cultura de ideales borrosos, cuando lo digno, en su versión sociopolítica se reduce a un atributo que deambula errático y apocado ante lo útil, entendido como cualquier medio eficaz para acaparar riqueza o poder, con independencia de su decencia. Un utilitarismo donde la pobre dignidad, aquel referente que algún humanista juzgó como un invento más importante que el de la rueda -porque ayudó a la especie a situar la convivencia por encima del egoísmo-, aparezca hoy como un residuo arcaico sin más provecho que el de acopiar medallas de latón o cartón en la pechera, ya se merezcan o no, que era lo que daba sentido al ideal. Porque lo digno implicaba un grado de prestigio que, como apreció Aristóteles, no aludía tanto a ostentar honores como a merecerlos, o sea, a alcanzar ese respeto social que asocia la identidad meritoria con el virtuosismo de un proyecto de vida que incorpore el futuro desde el presente: eso que G. Luri llama fidelidad a unos principios como marca, santo y seña de lo meritorio; o eso que la RAE, relaciona con el decoro de la persona en su manera de comportarse. Un reto moral que en la arena política provoca una tensión máxima cuando enfrenta el legítimo afán de ganar poder, con el precio ético a pagar por ello si tal precio exige retorcer o adulterar lo prometido. El perspicaz Maquiavelo advirtió que la única moral digna es la que permite acceder al poder, sin importar el medio para obtenerlo, un principio de eficacia que, al justificar el medio, sustituye a la dignidad por el éxito a cualquier precio y sin importar a costa de qué renuncias éticas. Con ello olvidaba que la dignidad es incompatible con la deslealtad a los valores que se le suponían al sujeto político. Un maquiavelismo ausente en la transición política del 78, que apostó por un régimen participativo común, a fuer de negociar valores y responsabilidades inspiradas en la razón de Estado porque entonces creíamos, ilusos, que sabríamos gobernarnos tolerando ideologías diversas y conciliando respetos recíprocos, o sea, ese talante que hoy no ejemplariza quien viene desde hace años jurando traer preso a Puigdemont y ahora le suplica que vuelva laureado y nos perdone por haberlo tildado de agresor a la ley. Todo a cambio de un votillo que permita al indigno, seguir faroleando entre la mentira y esas verdades a medias que tanto rédito le fían entre el vulgo.

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