Como tantos otros ciudadanos sigo con desazón la pifia épica de tramitar una ley de amnistía -en realidad de autoamnistía ya que la redactan sus agraciados-, cuyo repudio es proporcional, en mi caso, a la magnitud de la patente transgresión que implica sobre múltiples órdenes legales. Baste apuntar hoy uno de los más notorios: el que permite evaluarla como corrupción política. Por fijar ideas, vean que la corrupción se identifica en el ámbito jurídico con el tráfico que se gestiona con alguien que ostente un cargo público, para lograr una ventaja o beneficio que de otra forma no lograría, o sea, en fraude de ley. Y que el diccionario de la RAE, la identifica con el deterioro de valores por utilización indebida de la función política en provecho de sus gestores. Se trata, pues, de una conducta equivalente a la deshonestidad, en la que cabe incardinar, como un guante, ese mercadeo puro y duro entre quienes han negociado que uno reciba siete votos y el otro, impunidad para todos sus delitos. Pero no solo para sus delitos de raíz ideológica, sino que lo que se cuece y negocia a matacaballo, es que la provechosa impunidad, de carácter ad hominem y de talante tribal (de esto hablo otro día), ampare todos, y digo todos, los hechos ilícitos imputables a los privilegiados: ya por malversación de caudales, saqueo en comercios, blanqueos de capitales, terrorismo o ya por eventuales responsabilidades indemnizatorias por perjuicios a particulares o al Tesoro público, que pudieran haber causado en los últimos diez, doce o catorce años. A elegir. Un apabullante privilegio legal que solo es imaginable -como una pesadilla, por cierto-, asumiendo que estamos ante aquella viciada ética de que el fin justifica cualquier medio o de que vale todo para evitar la alternancia política en el poder y de que la ley es solo un artefacto acomodable al interés personal de quien gobierna, bastando con que se le dote de una pátina posibilista a la narrativa de ocasión. En este caso, por inverosímil que suene, se cuenta que servirá para pacificar una sociedad cuya mayoría es ya pacífica y ejemplar; y ello mientras que la minoría chulesca premiada, ridiculiza el cuento, y al cuentista, amagando con aprobar nuevas leyes anticonstitucionales. Se trata de un caso tan flagrante y paradigmático de corrupción política, que solo cuenta con algún precedente lejano en el tercer mundo. Ni el mismo Trump se atrevió con ella, por ahora.

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