Hace unos días se anunciaron, con justa pompa, nuevas titulaciones de la UAL en materias “dinámicas”, como ingeniería agroforestal, logopedia o física, a la vez que se preveía otra revisión próxima para incorporar más graduaciones que atiendan la demanda y necesidades del tejido productivo. Y suena atractivo, cómo no, aunque se eche en falta que además de titulaciones se hable de la epistemología que inspire hoy el proyecto global de la Universidad como conglomerado del saber, no solo por saber, que también, sino además como referente cultural y científico al servicio no ya de una elite académica sino de toda una sociedad en plena revolución tecnocrática. Y se aborde qué innovaciones requieran esas y otras titulaciones, más allá del boato doctoral al uso, para foguear su aprendizaje entre habilidades empíricas que cubran una demanda social que cada día valora más la experiencia que la titulación.

De ahí que surjan proyectos como el de la Univ. Minerva, cuya pedagogía sustituye las clases magistrales por una combinación de cursos con inmersión en estancias periódicas por varios países, aplicando criterios neurocientíficos al aprendizaje. O que florezcan en el mercado educativo, opciones sobre cientos de grados pensados para operar en el sector productivo, que ofrecen desde Google a la Univ. de San Jorge y tantas otras que se publicitan en la Web, garantizando, dicen, una cualificación especializada para atender la necesidad del talento que demanda un mundo cosmopolita y en ebullición. Y cuyo coste, comparado con el de una carrera superior, es ínfimo.

Se trata por tanto de asumir que estamos ante un desafío formidable al actual sistema universitario, para el que no bastará con ampliar diplomas porque en el mismo sólo tendrá futuro quien sea capaz de introducir cambios sustanciales en su organización y adaptación a los retos de una cultura tecnológica revolucionaria, imparable e incompatible con gran parte de las actuales titulaciones, nacidas en otro entorno y para otros órdenes sociales. Una metamorfosis universitaria inaplazable que avala aquel reproche del catedrático de Granada, Arias Aranda, alertando sobre el nivel decreciente de un alumnado que se siente disperso y que atiende más a su móvil y ordenador que al profesor, que acaba frustrado cuando, además, el sistema no lo apoya.

Un envite, en fin, que no se solventa con cuatro títulos más, sino con un debate a fondo que muchos añoramos.

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