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Año tras año, los rincones más recónditos de Almería muestran su cara más bella para que Javier Parra los fotografíe e inspiren a Antonio Montero Alcaide, con el fin de ofrecer este miércoles 21 de diciembre un calendario que es una obra de arte de la prosa y la imagen. Diario de Almería, con la colaboración de la CUCN, regala mañana a sus lectores un almanaque imprescindible para todos los amantes de esta tierra árida, humilde, pero hermosa a más no poder
Abrigo de las aguas. Parecen buscar abrigo las aguas, cuando no lo necesitan mar abierto. Gustan de la transparencia en el espejo de las calas, cuyo azogue no oculta el todavía ligero terraplén submarino que conduce a las abisales pro-fundidades del Mediterráneo, donde están algo preservados no solo los misterios de la vida, sino la génesis de los hitos y el argumento no escrito de las epopeyas. También el miedo a los abismos, el espanto de la oscuridad, que se remedian en la serena y calmada quietud de una cala / Texto: Antonio Montero Alcaide. Foto: Javier Parra.
La disposición de lo abrupto. La tersura de la piel está reñida con el abrupto porte de la corteza terrestre. Por eso hay que tener cuidado con las metáforas, a fin de no confundir con las comparaciones. Hay belleza en lo terso, ciertamente, porque atrae la particular limpieza de la lisura, la resplandeciente claridad del brillo. Mas también seduce la disposición de lo abrupto, el reclamo de lo inaccesible, la discontinuidad de lo quebrado. La prestancia de lo que parece acabado y la naturalidad de lo que aparenta estar por hacerse / Texto: Antonio Montero Alcaide. Foto: Javier Parra.
Universo submarino. Los seres acuáticos quedan al amparo de las aguas y, en ese medio, parecen más libres que los terrestres, aunque estos se desenvuelvan en una atmósfera de apariencia de menos densa. El viento no hace las veces de las mareas, ni los fondos marinos son eras fértiles donde enraícen cultivos extensos. Pero la vida marina participa del enigma de lo desconocido por invisible, si bien el universo submarino está repleto de certezas vivientes, que aun así reclaman cuando la marea baja deja verlas / Texto: Antonio Montero Alcaide. Foto: Javier Parra.
Las proas de la cala. La proa de un buque corta el paño inmenso de las aguas en las singladuras marinas, aunque esa fuerza se desvanezca en la estela de un sereno oleaje de despedida. También impone la proa cuando el buque amarra y su presencia reclama bastante más que entrevisto en lontananza, cuando parece un ratón de agua, solita-rio en la infinitud del mar. Las rocosas configuraciones de esta cala sí que resultan proas, más no cortan las aguas, sino que se dejan bañar por ellas para celebrar el encuentro / Texto: Antonio Montero Alcaide. Foto: Javier Parra.
Mar y tierra. Aunque la serenidad de la fotografía es producto del carácter de la instantánea, mucho más constatable será acudiendo a este enclave donde las riberas del Mediterráneo se aquietan sin batirse, como si hubieran llegado a la costera linde que hace lejanos tanto el mar adentro como la tierra adentro; justo porque, para así estarlo, primero han de encontrarse, mar y tierra, y hacerlo de modo que, natural y prodigiosamente, los aderezos del mundo adornen la fabulosa hermosura del paisaje / Texto: Antonio Montero Alcaide. Foto: Javier Parra.
Buena y llana vecindad. Los lugares donde decidieron aquietarse los primeros humanos, que sorteaban las encrucijadas de los arrabales del mundo en el deambular del nomadismo, seguro es que contaban con sobrados atractivos y bondades a propósito para la más civilizada quietud. Así lo sigue pareciendo hogaño, en estos días inciertos de la posmodernidad más remolona, cuando la ciudad gusta de acercarse al mar porque la buena y llana vecindad de ese asentamiento es propicia, ahí es nada, para vivir y disfrutar / Texto: Antonio Montero Alcaide. Foto: Javier Parra.
Paño de algas. Una colcha de algas cubre el lecho de la cala, como si el paño se hubiera tejido, o bordado, en los submarinos telares del Mediterráneo para dejarlo como muestra en las riberas. Y que así se aligere la rotunda dureza de las rocas, sin embargo rendida por la erosión que les da forma. En esta complementaria conjunción se advierte, por ello, cómo la reservada labor de las aguas es capaz de degastar, tiempo mediante, costeras fortalezas de piedra y dejarse ver, más de ordinario, vestida con paño de algas / Texto: Antonio Montero Alcaide. Foto: Javier Parra.
Variaciones de la altitud. Desde las montañosas alturas, se hace más a la vista la diversidad de los paisajes, ya que pueden contemplarse tanto en la mayúscula conjunción de la perspectiva como en la particular naturaleza que se aprecia al acotar la mirada. Las variaciones de la altitud asisten, entonces, a fin de distinguir las inhóspitas, por escabrosas, cimas de las cumbres, donde a la mano parecen los confines celestiales, de las fértiles llanuras de las vegas, donde la vida se deja hacer a ras de suelo, en las más mundanales lindes de los días / Texto: Antonio Montero Alcaide. Foto: Javier Parra.
Virginales estancias. Los caminos siempre han sido precursores de civilización, ya que facilitan tanto el asentamiento como las comunicaciones, mientras que estar aislados –salvo por voluntarias y particulares razones– es contrario al convivir. El mundo inhabitado cierto es que resultaría más virginal, pero la morada terrenal de los mortales busca dónde levantarse y se suelen elegir, a tal propósito, los lugares y enclaves menos inhóspitos, o los que reclaman precisamente por esas virginales estancias que acercan los caminos / Texto: Antonio Montero Alcaide. Foto: Javier Parra.
Abrupta, ruda y genuina presencia. En bruto se dice que están las cosas sin pulir o labrar, como si el estado natural hubiera de rebajarse para que, de ese modo, si hicieran más accesibles, cómodas o manejables. Sin embargo, convertir este paisaje en una llanura, aunque sea con el fácil concurso de la imaginación, resultaría un mayúsculo destrozo orográfico. El encefalograma plano, metáfora mediante, anticipa la cesación de la vida. Pero esta sería incompleta si no contara con la abrupta, ruda y, por eso, genuina presencia de las alturas / Texto: Antonio Montero Alcaide. Foto: Javier Parra.
La recurrente obra de la erosión. La erosión es un proceso natural que suele hermosear o embellecer con su obra recurrente. Asistiría a los escultores, de qué magnífico modo, disponer de parecidas facultades con los cinceles, mazas, punteros, martillos o gubias. Pero la erosión no necesita más herramientas que la labor del tiempo y la complicidad de los meteoros, pues es producto del desgaste sereno, sin mecánicas operaciones que nunca lograrían parecido resultado, como no fuera por la simulada empresa de la imitación / Texto: Antonio Montero Alcaide. Foto: Javier Parra.
Todos los caminos conducen a Roma. Todos los caminos conducen a Roma, pero este no. O quizás sí, duda retórica aparte, dado que ese universal destino no solo tiene que ver con el sobrado reclamo de la ciudad, sino con la posibilidad de conseguir el mismo objetivo, similar propósito, por caminos distintos. Aunque acomodar estos, los caminos, necesario resulta cuando se abren, para acercar enclaves reservados, y, sobre todo, a fin de saber cuál es el destino al que llevan. A Roma, se dice, pero no es hogaño el tiempo de las certezas absolutas / Texto: Antonio Montero Alcaide. Foto: Javier Parra.
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